A través de los ojos de ese chiquillo descubriremos una naturaleza exuberante y hostil, poblada de tribus despiadadas e invasores desalmados, en la que una vida humana vale tanto como unas cuantas gotas de agua.
Ciudad de México, 28 de enero (MaremotoM).- Cuando los padres de Yusuf, de doce años, le dicen que vivirá con su tío Aziz durante una temporada, el chico se muestra entusiasmado. Pero lo que Yusuf no sabe es que su padre lo ha empeñado para saldar una deuda imposible de pagar, ni tampoco que Aziz no es pariente suyo, sino un rico y acaudalado comerciante con el que viajará por África central y las riberas del Congo en vísperas de la primera guerra mundial.
A través de los ojos de ese chiquillo descubriremos una naturaleza exuberante y hostil, poblada de tribus despiadadas e invasores desalmados, en la que una vida humana vale tanto como unas cuantas gotas de agua.

Adelanto de Paraíso, de Abdulrazak Gurnah, con autorización de Salamandra
El jardín cercado
1
Empecemos por el niño. Se llamaba Yusuf, y cuando tenía doce años tuvo que abandonar su hogar de manera repentina. Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Las flores morían apenas brotaban. Extraños insectos salían de debajo de las piedras para retorcerse hasta morir bajo la luz abrasadora. El sol hacía que los árboles lejanos temblasen en el aire y que las casas se estremecieran y jadearan con dificultad. Con cada pisada una nube de polvo se elevaba, y una quietud agobiante se cernía sobre las horas de más calor. Momentos precisos como éstos acudían a su memoria cuando menos se lo esperaba.
En aquella época vio a dos europeos en el andén. Eran los primeros que veía en su vida, pero aun así no se asustó, por lo menos al principio. Iba a menudo a la estación para ver la entrada de los trenes, estruendosos y llenos de gracia, y luego esperaba hasta que volvían a ponerse en movimiento bajo las órdenes que el ceñudo guardavía indio impartía valiéndose de un banderín y un silbato. En ocasiones, Yusuf esperaba durante horas la llegada de un tren. Los dos europeos también esperaban, de pie bajo un toldo, con el equipaje y otros enseres voluminosos apilados con esmero a corta distancia. El hombre era corpulento, y tan alto que tenía que agachar la cabeza para no tocar el toldo bajo el cual se protegía del sol. La mujer, cuyo resplandeciente rostro aparecía parcialmente oscurecido por dos sombreros, estaba un poco detrás de él, en la sombra. Llevaba una blusa blanca con volantes abotonada en el cuello y las muñecas y una falda larga que le rozaba los zapatos. También era grande y alta, pero de manera diferente. Mientras ella daba la impresión de estar hecha de alguna materia maleable, como si fuese susceptible de adquirir otra forma, él parecía haber sido tallado de un solo trozo de madera. Miraban en distintas direcciones, como si no se conocieran. Yusuf observó que la mujer se pasaba el pañuelo por los labios y, con toda naturalidad, se quitaba trocitos de piel seca. El hombre tenía manchas rojas en la cara y, mientras sus ojos recorrían lentamente el atiborrado y reducido paisaje de la estación, abarcando los cerrados almacenes de madera y la enorme bandera amarilla con el dibujo de un brillante pájaro negro, Yusuf tuvo ocasión de estudiarlo detenidamente. Entonces se volvió y advirtió que Yusuf lo miraba. El hombre primero apartó la vista, pero luego se volvió hacia él y lo observó por un buen rato. Yusuf no podía dejar de mirarlo. De pronto, el hombre dejó escapar un involuntario gruñido, mostró los dientes y dobló los dedos de un modo inexplicable. El muchacho captó la advertencia y se alejó sin dejar de murmurar las palabras que le habían enseñado a decir cuando precisaba de la repentina e inesperada ayuda de Dios.
El año en que abandonó su casa fue también el año en que la carcoma infestó los postes del pórtico de atrás. Su padre aporreaba con furia los postes cada vez que pasaba por su lado, para que de esa forma supiesen que estaba al corriente del juego que se traían entre manos. La carcoma dejaba regueros en las vigas, que poco a poco se asemejaban a aquella tierra revuelta que señalaba los túneles de los animales en el lecho de un arroyo seco. Cuando Yusuf los golpeaba, los postes sonaban a blando y hueco, y diminutas y granulosas esporas de putrefacción se desprendían de ellos. Si refunfuñaba pidiendo comida, su madre le decía que se comiese los gusanos.
—Tengo hambre —se quejaba, una letanía que nadie le había enseñado y que recitaba con creciente malhumor a medida que pasaban los años.
—Cómete la carcoma —le sugería la madre, para luego, ante la exagerada expresión de congoja y repugnancia del muchacho, echarse a reír—. Anda, atibórrate tanto como quieras y cuando te apetezca. No seré yo quien te lo impida.
Para mostrarle lo patética que era su broma, él suspiraba como si estuviera hastiado del mundo, de una manera que llevaba tiempo ensayando. A veces comían huesos, que su madre ponía a hervir para preparar una sopa ligera bajo cuya superficie grasienta acechaban trozos de médula esponjosa. En el peor de los casos, sólo había guisado de quingombó, pero por mucha hambre que tuviese, Yusuf era incapaz de tragarse aquella salsa viscosa.
Su tío Aziz también los visitaba en aquella época. Sus visitas eran breves y espaciadas, y normalmente acudía con un montón de viajeros, porteadores y músicos. Se detenía en el curso de los largos viajes que realizaba desde el océano hasta las montañas, los lagos y las selvas, cruzando las llanuras secas y las desnudas colinas rocosas del interior. Sus expediciones solían ir acompañadas de tambores, panderetas, cuernos y siwas, y cuando su tren entraba en el pueblo, los animales salían en estampida y defecaban, y los niños se desmandaban. El tío Aziz despedía un olor extraño y poco corriente, una mezcla de piel de animal y perfume, de resinas y especias, y otro olor más difícil de definir que a Yusuf le hacía pensar en el peligro. Solía vestir un kanzu ligero y vaporoso de algodón fino y un gorro de ganchillo en la coronilla. A juzgar por sus aires de gran señor y su actitud cortés e impasible, se habría dicho que era un hombre dando un paseo al atardecer o un feligrés camino de las plegarias vespertinas, en lugar de un mercader que había llegado allí abriéndose paso a través de matorrales de espino y nidos de víboras que escupían veneno. Incluso en medio del acaloramiento de la llegada, entre el caos y el desorden producido por el revoltijo de bultos y rodeado de porteadores cansados y ruidosos y mercaderes alertas y llenos de arañazos, el tío Aziz conseguía parecer tranquilo y a sus anchas. En aquella ocasión, había ido solo.
A Yusuf siempre le alegraban sus visitas. Su padre decía que suponían un honor para ellos, porque era un mercader muy rico y renombrado —tajiri mkubwa—, pero, aunque el honor siempre era bienvenido, había algo más. Cada vez que los visitaba el tío Aziz le regalaba, sin excepción, una moneda de diez annas. Lo único que tenía que hacer Yusuf era estar presente en el momento apropiado. El tío Aziz lo buscaba con la mirada, sonreía y le entregaba la moneda. El muchacho tenía la sensación de que debía devolver la sonrisa, pero no lo hacía porque intuía que ello podía volverse en su contra. La piel luminosa y el olor misterioso del tío Aziz lo embelesaban. Después de su marcha, el perfume persistía durante días.
Al tercer día, se hizo evidente que la visita del tío Aziz estaba llegando a su fin. En la cocina reinaba una actividad que no era la usual, y de ella se escapaban entremezclándose los inconfundibles aromas de un festín. Se freían especias dulces, se cocían a fuego lento salsa de coco, bollos esponjosos y coca de pan, se horneaban bizcochos y se hervía carne. Por si acaso su madre necesitaba ayuda para preparar los platos o quería una opinión sobre alguno de ellos, Yusuf procuró no alejarse demasiado de la casa en todo el día. Sabía que en estos asuntos ella valoraba mucho su opinión. También podía ocurrir que olvidase agitar una salsa o que se le pasara por alto el momento en que el aceite caliente alcanzaba aquel punto justo de temblor idóneo para echar las verduras. Era un arma de doble filo, pues si bien quería estar en disposición de no perder de vista la cocina, por nada del mundo deseaba que su madre advirtiera que estaba al acecho y ocioso. En ese caso, seguro que lo mandaba a hacer recados interminables, lo cual era malo de por sí, pero, además, correría el riesgo de no llegar a tiempo para despedirse del tío Aziz. La moneda de diez annas siempre cambiaba de mano en el momento de la partida, cuando el tío Aziz le ofrecía la suya para que la besara y, mientras Yusuf se inclinaba, le acariciaba la parte posterior de la cabeza y deslizaba la moneda en su mano con una desenvoltura bien practicada.
Por regla general, su padre no volvía del trabajo hasta pasado el mediodía. Yusuf imaginó que llevaría al tío a la casa, de modo que le quedaba mucho rato que matar. Su padre dirigía un hotel. Era el último de una serie de negocios con los que había intentado hacerse un nombre y una fortuna. En casa, cuando estaba de humor, contaba historias sobre otros proyectos que, en su opinión, no podían por menos que prosperar, pero que sonaban ridículos e hilarantes. Yusuf también lo oía quejarse de lo mal que le había ido en la vida y de que siempre que intentaba algo, le fallaba. El hotel, que consistía en un restaurante encima del cual había una habitación con cuatro camas limpias, se encontraba en la pequeña ciudad de Kawa, donde ellos vivían desde hacía más de cuatro años. Antes habían vivido en el sur, en otra ciudad pequeña situada en una región agrícola donde su padre regentaba una tienda. Yusuf recordaba una colina muy verde y las lejanas sombras de las montañas; y a un anciano que, sentado a la puerta de la tienda, bordaba gorros con hilo de seda. Se mudaron a Kawa porque esta ciudad prosperó gracias a que los alemanes la utilizaban como depósito mientras construían la línea de ferrocarril que llegaría a las tierras altas del interior. Pero este esplendor fue flor de un día, y ahora los trenes sólo se detenían para recoger madera y agua. En el viaje anterior, el tío Aziz había utilizado el ferrocarril hasta Kawa para luego dirigirse hacia el oeste a pie. Decía que para su siguiente expedición tenía previsto ir en tren hasta el final de la línea y luego seguir una de las rutas del noroeste o del nordeste. Aseguraba que en ambas direcciones aún era posible hacer buenos negocios. En ocasiones Yusuf oía decir a su padre que la ciudad entera estaba yéndose al infierno.
El tren de la costa partía a última hora de la tarde, y el muchacho imaginaba que su tío se marcharía en él. Algo en su actitud le decía que el tío Aziz iba camino de casa. Pero uno nunca podía fiarse de la gente y a lo mejor resultaba que cogía el tren que subía a las montañas, que salía a media tarde. Yusuf estaba preparado para cualquier alternativa. Su padre le había ordenado que fuese al hotel todas las tardes después de las plegarias del mediodía, para aprender el negocio y a valerse por sí mismo, según sus propias palabras, pero en realidad era para echar una mano a los dos jóvenes que ayudaban en la cocina y servían las mesas. El cocinero bebía y no paraba de maldecir, por no mencionar que, salvo a Yusuf, insultaba a cualquiera que estuviese al alcance de su vista. Apenas veía al muchacho se detenía en mitad de la maldición que estuviera soltando y se deshacía en sonrisas, pero él permanecía asustado y tembloroso en su presencia. Aquel día Yusuf no fue al hotel ni rezó sus oraciones del mediodía, pues hacía un calor tan espantoso que no creía que a esa hora nadie fuera a tomarse la molestia de ir en su busca. Anduvo en cambio metido en rincones sombreados, como detrás del gallinero, en el patio trasero, hasta que los olores sofocantes y el polvo que se elevaban con las primeras horas de la tarde lo obligaron a salir de allí. Se escondió en el sombrío depósito de madera contiguo a la casa, un lugar en penumbra, de color rojo oscuro y con un tejado abovedado de paja, donde se ponía a escuchar a los lagartos que, siempre al acecho, se escabullían cautelosamente, y donde tenía un escondite seguro para las diez annas.
Como estaba acostumbrado a jugar solo, el silencio y la penumbra del depósito de madera no le parecían desconcertantes. A su padre no le gustaba que jugara lejos de casa.
—Estamos rodeados de salvajes —decía—. Washenzi que no tienen fe en Dios y que adoran a los espíritus y a los demonios que viven en árboles y rocas. Lo que más les gusta es raptar niños pequeños y utilizarlos a su antojo. O te puedes encontrar con esos otros desaprensivos, holgazanes o hijos de holgazanes, que no te harán caso y dejarán que los perros salvajes te devoren. Quédate por aquí cerca, y así podremos vigilarte.
Su padre prefería que jugara con los hijos del tendero indio que vivía en la vecindad, pero cuando Yusuf trataba de acercarse a ellos, le arrojaban piedras y lo insultaban. «Golo, golo», cantaban a la vez que escupían en su dirección. En ocasiones se juntaba con los grupos de muchachos que se reunían bajo las sombras de los árboles y al abrigo de las casas. Le gustaba la compañía de estos muchachos mayores que él porque siempre estaban contando chistes y riendo. Sus padres eran vibarua, jornaleros que trabajaban para los alemanes en las cuadrillas de la cabeza de la línea de ferrocarril que se estaba construyendo; también se desempeñaban como porteadores de los viajeros y mercaderes. Sólo se les pagaba por el trabajo que hacían, y a veces no había trabajo. Yusuf les había oído decir que los alemanes colgaban a los obreros que no trabajaban duro. Si eran demasiado jóvenes para ser colgados, les arrancaban los testículos. Los alemanes no se amilanaban ante nada. Hacían lo que querían y nadie podía detenerlos. Uno de los chicos contó que su padre había visto a un alemán meter la mano en el fuego sin quemarse, igual que un fantasma.
Sus padres, los vibarua, procedían de todas partes, de las tierras altas de Usambara, al norte de Kawa, de los fabulosos lagos al oeste de las tierras altas, de las sabanas del sur arrasadas por la guerra y, muchos, de la costa. Se reían de sus padres, se burlaban de las canciones que entonaban en las horas de trabajo y comparaban historias sobre lo mal que olían cuando llegaban a casa. Se inventaban nombres para los lugares de donde procedían; eran nombres divertidos y groseros que utilizaban para insultarse y mofarse entre ellos. En ocasiones se peleaban, se arrojaban al suelo y se daban patadas, haciéndose daño. Los muchachos mayores, si podían, encontraban trabajo como sirvientes o recaderos, pero la mayoría se dedicaba a holgazanear y vagabundear a la espera de crecer para realizar el trabajo de los hombres. Cuando se lo permitían, Yusuf se unía al grupo, escuchaba sus conversaciones y hacía recados para ellos.
Mataban el tiempo chismorreando o jugando a cartas. Fue estando con ellos cuando Yusuf oyó por primera vez que los bebés vivían en los penes. Cuando un hombre quería un niño, metía el bebé dentro de la barriga de una mujer, donde había más espacio para que se desarrollara. No fue el único en considerar esta historia increíble y, a medida que la discusión se fue acalorando, los muchachos empezaron a sacar sus penes y a medirlos. Los bebés pronto quedaron olvidados y los penes cobraron interés por sí mismos. Los chicos mayores se sentían orgullosos de exhibirse y obligaban a los más jóvenes a poner al descubierto sus pequeños abdallas, para reírse de ellos.
A veces jugaban a kipande. Yusuf era demasiado pequeño para tener siquiera la oportunidad de batear, puesto que la edad y la fuerza determinaban el orden para ello; sin embargo, cuando se lo permitían, se unía al grupo de jugadores que no bateaban y que corrían frenéticamente por el polvoriento espacio abierto tras un trozo de madera que volaba por los aires. En una oportunidad su padre lo vio correr por las calles con una pandilla histérica de niños que iban tras un kipande. Después de lanzarle una dura mirada de reprobación, le dio una bofetada y lo mandó a casa.
Yusuf se fabricó su propio kipande y cambió el juego para poder practicarlo en solitario. La adaptación consistió en que él era también todos los demás jugadores, lo cual tenía la ventaja de que podía batear tanto como le apeteciera. Recorría arriba y abajo la calle en que vivía gritando con excitación y tratando de coger un kipande que acababa de lanzar tan alto como podía a fin de tener tiempo para alcanzarlo.
2
Así pues, el día de la partida del tío Aziz, Yusuf no sintió escrúpulo alguno en desperdiciar unas cuantas horas para no perderse la moneda de diez annas. Su padre y el tío Aziz llegaron juntos a la una de la tarde. Vio sus cuerpos brillar en la claridad de la luz cuando se acercaban por el sendero pedregoso que conducía a la casa. Vencidos por el calor, caminaban en silencio, con la cabeza baja y los hombros hundidos. Sobre la mejor alfombra del cuarto de huéspedes los esperaba la comida recién servida. Yusuf había echado una mano en los últimos detalles; por ejemplo, había rectificado la colocación de alguno de los platos a fin de conseguir un efecto mejor, y su cansada madre se lo había agradecido con una amplia sonrisa. Había aprovechado la oportunidad para pasar revista al festín. Dos clases diferentes de curry, pollo y cordero desmenuzado. El mejor arroz Peshawar salpicado de pasas de Esmirna y almendras y resplandeciente a causa de la mantequilla clarificada de búfala. Un cesto cubierto con un tapete rebosaba de bollos aromáticos y esponjosos, maandazi y mahamri. Espinacas en salsa de coco. Una fuente de judías. Tiras de pescado seco asado en las brasas sobre las que se había cocinado el resto de la comida. Mientras supervisaba aquella abundancia, tan diferente de las frugales comidas de esa época, estuvo a punto de ponerse a llorar de nostalgia. Su madre frunció el entrecejo ante aquella actuación, pero no pudo evitar echarse a reír cuando una expresión de desconsuelo apareció en el rostro del muchacho.
Cuando los hombres se hubieron sentado, Yusuf entró con un jarro de latón y un cuenco, así como con un inmaculado paño de hilo que colgaba de su brazo izquierdo. Fue vertiendo lentamente el agua mientras el tío Aziz y luego su padre se lavaban las manos. Le gustaban los invitados como el tío Aziz, le gustaban mucho, pensaba mientras permanecía en cuclillas junto a la puerta del cuarto de huéspedes por si reclamaban sus servicios. Quedarse en la sala lo habría llenado de gozo, pero su padre le dirigió una mirada airada y le dijo que se marchase. Siempre ocurrían cosas cuando el tío Aziz los visitaba. Dormía en el hotel, pero todas las comidas las hacía en la casa. Lo cual significaba que una vez que ellos hubiesen terminado, a menudo quedaban sobras interesantes; a menos que su madre les echase el ojo antes que él, en cuyo caso acababan en casa de un vecino o en el estómago de alguno de los mendigos harapientos que a veces aparecían en la puerta cantando quejumbrosamente alabanzas a Dios. Su madre decía que era más hermoso regalar la comida a los vecinos y a los necesitados que caer en la glotonería. Yusuf no le encontraba sentido a aquello, pero ella sostenía que la recompensa a tal comportamiento era la virtud. Por la aspereza de su voz, el muchacho comprendía que, de insistir, tendría que escuchar otro sermón interminable, y ya tenía bastante con el profesor de Corán en la escuela.
Había, sin embargo, un mendigo con el cual a Yusuf no le importaba compartir lo que consideraba sus sobras. Se llamaba Mohammed, y era un hombre arrugado y de voz aflautada que apestaba a carne podrida. Yusuf lo había encontrado una tarde sentado junto a la casa, comiendo puñados de tierra roja que extraía del muro roto. Llevaba una camisa mugrienta y llena de manchas y los pantalones cortos más andrajosos que Yusuf hubiese visto en su vida. El sudor y la porquería habían teñido de marrón oscuro el borde de su gorro. Mientras intentaba recordar si había visto con anterioridad a alguien tan sucio, Yusuf lo observó por unos minutos, para luego ir en busca de un cuenco con restos de mandioca. Después de algunos bocados, que Mohammed tragó entre gemidos de gratitud, le contó que la tragedia de su vida era la marihuana. Explicó que en un tiempo había sido rico, que contaba con tierras a las que no les faltaba el agua y con algunos animales, además de una madre que lo quería mucho. Durante el día trabajaba su fértil tierra hasta el límite de sus fuerzas y luego pasaba las veladas con su madre, que le cantaba las alabanzas de Dios y le explicaba historias fabulosas sobre el mundo mejor.
Pero entonces el diablo se apoderó de tal modo de él, que abandonó madre y tierra para ir en busca de marihuana, y acabó vagando por aquel mundo, donde lo trataban a patadas y se alimentaba de tierra. Durante sus vagabundeos, no había probado jamás comida tan perfecta como la de su madre, salvo, quizá, aquel trozo de mandioca. Se sentaban apoyados contra la pared lateral de la casa y Mohammed, con su voz chillona y animada y su joven pero ajado rostro deshecho en sonrisas que dejaban al descubierto unos dientes rotos, le contaba a Yusuf historias de sus viajes.
—Aprende de mi terrible ejemplo, joven amigo. ¡Te ruego que huyas de la marihuana!
Sus visitas nunca duraban mucho, pero Yusuf siempre se alegraba de verlo y escuchar sus últimas aventuras. Lo que más le gustaba eran las descripciones de la tierra fértil de Mohammed, al sur de Witu, y los relatos de la vida que llevó durante aquellos años de felicidad. También disfrutaba con la historia de la primera vez que habían llevado a Mohammed al manicomio de Mombasa.
—Wallahi, no te cuento mentiras, jovencito. ¡Me tomaron por loco! ¿Te imaginas?
Le llenaron la boca de sal y, cuando trató de escupirla, la emprendieron a bofetadas con él. No lo dejaron en paz hasta que se quedó tranquilo y dejó que los granos de sal se disolviesen en su boca y le corroyesen las entrañas. Si bien Mohammed se estremecía al hablar de esta tortura, también sonreía divertido. Tenía otras historias que a Yusuf no le agradaban, como la del perro ciego al que había visto lapidar hasta matarlo, y la de niños abandonados a la crueldad. Habló de una joven que había conocido en Witu. Dijo que su madre quería verlo casado; luego esbozó una sonrisa estúpida.
Al principio, y por temor a que su madre echase a Mohammed de allí, Yusuf trató de esconderlo, pero cada vez que ella aparecía, aquél se arrastraba y gemía dando tales muestras de gratitud que acabó por convertirse en su mendigo favorito.
—¡Te ruego que honres a tu madre! —gimoteaba en presencia de ésta—. Aprende de mi terrible ejemplo.
Su madre le dijo que no sería la primera vez que un sabio, un profeta o un sultán se disfrazara de mendigo y se mezclase con la gente normal y los desafortunados. Siempre era mejor tratarlos con respeto. En cuanto aparecía el padre de Yusuf, Mohammed se ponía de pie y se marchaba con serviles expresiones de respeto.
En una ocasión, Yusuf robó una moneda del bolsillo de la chaqueta de su padre. Lo hizo sin saber por qué. Mientras su padre estaba lavándose tras regresar del trabajo, el muchacho introdujo la mano en la malolienta chaqueta que colgaba de un clavo en el dormitorio conyugal y cogió una moneda. No lo había planeado. Cuando más tarde se fijó en ella, advirtió que se trataba de una rupia de plata y le dio miedo gastarla. Le sorprendió que no lo hubieran descubierto, y estuvo tentado de reponerla. Varias veces pensó en dársela a Mohammed, pero temió lo que el mendigo pudiese decirle o que lo acusara de algo. Nunca había tenido tanto dinero en sus manos, y acabó por esconder la rupia de plata en una grieta que había en la base de una pared, y a veces sacaba un borde con la ayuda de un palo.
3
El tío Aziz pasó la tarde en la habitación de huéspedes, durmiendo la siesta. A Yusuf le pareció un retraso irritante. Su padre también se había retirado al dormitorio, como solía hacer todos los días después de comer. El muchacho no entendía por qué la gente dormía por la tarde; tal vez obedeciesen alguna ley. Lo llamaban descansar, y a veces hasta su madre lo hacía; desaparecía en el dormitorio conyugal y corría las cortinas. Lo intentó un par de veces; en la primera se aburrió tanto que temió no ser capaz de volver a levantarse. La segunda pensó que la muerte debía de ser eso, permanecer despierto en la cama sin poder moverse, como si se tratara de un castigo.
Mientras el tío Aziz dormía, Yusuf tuvo que ayudar a ordenar la cocina y el patio. Era inevitable si quería tener voz y voto en el reparto de las sobras. Le sorprendió sobremanera que su madre lo dejara solo y se fuese a hablar con su padre. Normalmente ella lo supervisaba todo de forma estricta, separando las sobras propiamente dichas de lo que podía servir para otra comida. Yusuf se atracó todo lo que pudo, luego apartó y salvó lo que le fue posible, frotó y fregó las cazuelas, barrió el patio y, suspirando por las pesadas cargas que tenía que sobrellevar, se fue a montar guardia a la sombra, junto a la puerta posterior.
Cuando su madre le preguntó qué estaba haciendo, él contestó que descansando. No lo hizo expresamente, pero sonó tan pomposo que ella sonrió. De pronto, lo cogió, lo abrazó y lo levantó en el aire, mientras él forcejeaba con denuedo para liberarse. Detestaba que lo tratasen como a un niño pequeño y ella lo sabía. Sus pies buscaron la dignidad de la tierra del desnudo patio sin dejar de debatirse con furia contenida. Como era bajo para su edad, siempre le hacía lo mismo, lo cogía en brazos, le pellizcaba las mejillas, lo abrazaba y lo besuqueaba, y luego se reía de él como si fuera un niño. Ya tenía doce años. Para su asombro, en aquella ocasión no lo soltó. Normalmente lo dejaba ir apenas el forcejeo daba paso a la cólera, no sin darle una palmada en el escurridizo trasero antes de que él echase a correr. Sin embargo, aquella vez lo retuvo abrazado estrechándolo con creciente dulzura, sin decir nada y sin reír. Aún tenía la parte posterior del corpiño mojada de sudor y su cuerpo desprendía un tufo a humo y agotamiento. Al cabo de un momento él dejó de debatirse y permitió que ella lo abrazase.
Fue el primer presentimiento. Cuando vio lágrimas en los ojos de su madre se le encogió el corazón y sintió que el terror se apoderaba de él. Jamás había visto a su madre así. La había visto plañir en el duelo de un vecino como si de verdad estuviese desesperada, y la había oído implorar al Todopoderoso misericordia para los vivos, con una expresión de súplica en el rostro, pero nunca había visto aquellas lágrimas silenciosas. Pensó que debía de haber pasado algo con su padre, que éste tal vez le hubiese soltado algún exabrupto. Quizá la comida no hubiera estado a la altura del tío Aziz.
—Ma —empezó él, suplicante, pero ella lo hizo callar.
Quizá su padre había comentado lo estupenda que había sido su otra familia. Yusuf se lo había oído decir cuando se enfadaba. En una ocasión, oyó que le decía a su madre que era hija de un desgraciado miembro de una tribu de más allá de Taita, que vivía en una choza llena de humo, se vestía con apestosas pieles de cabra y consideraba que cinco cabras y dos sacos de judías eran un buen precio a pagar por cualquier mujer. «Si algo te sucediese, me venderían otra como tú de su aprisco», decía. Aunque hubiese crecido en el litoral, entre gente civilizada, su padre no debería darse aquellos aires. A Yusuf le aterrorizaba que peleasen, sus mordaces palabras se le clavaban en la piel y a su mente acudían historias de niños maltratados y abandonados.
Fue su madre quien le contó lo de la primera esposa, pero relatando la historia entre sonrisas y con el mismo tono que utilizaba para los cuentos. Se trataba de una mujer árabe procedente de una antigua familia de Kilwa; no de una princesa exactamente, pero aun así era de alto linaje. Se habían casado en contra de la voluntad de sus orgullosos padres, quienes consideraban que el novio no era lo bastante bueno para ellos, pues aunque tenía buena reputación, cualquiera con ojos en la cara podía ver que su madre debía de haber sido una salvaje y que él no había sido precisamente bendecido por la prosperidad. Y a pesar de que la sangre de una madre no podía deshonrar un buen nombre, el mundo en que vivían imponía algunos requisitos prácticos. Para su hija deseaban algo más que verla convertida en la madre de unos niños pobres con rostros salvajes. Le dijeron:
—Damos gracias a Dios, señor, por sus amables intenciones, pero nuestra hija todavía es demasiado joven para pensar en el matrimonio. La ciudad está llena de hijas mucho mejores que la nuestra.
Pero el padre de Yusuf se había fijado en la joven y no podía olvidarla. ¡Se había enamorado! El amor lo volvió temerario y atrevido, y buscó la forma de llegar a ella. Era un extraño en Kilwa, estaba allí sólo en calidad de representante para hacer entrega de una partida de vasijas de barro en nombre de su jefe, pero había trabado amistad con un nahodha, el patrón de un dhow. El nahodha apoyó de buena gana su pasión por la joven y con sus estratagemas lo ayudó a conquistarla. Decía que, aparte de otras consideraciones, su engreída familia sufriría por ello. El padre de Yusuf consiguió verla en secreto y, al final, se fugaron juntos. El nahodha, que se conocía al dedillo toda la orografía de la costa, desde Faza, en el lejano norte, hasta Mtwara, en el sur, los llevó a Bagamoyo, en el continente. El padre de Yusuf encontró trabajo en un almacén de marfil que pertenecía a un mercader indio, primero como vigilante nocturno, luego como secretario y posteriormente en calidad de vendedor a comisión. Al cabo de ocho años, la mujer con quien se había casado quiso regresar a Kilwa, no sin antes haber escrito una carta a sus padres pidiéndoles perdón. Los dos hijos del matrimonio iban a acompañarla a fin de mitigar todo vestigio de reproche paterno. El dhow en que viajaron se llamaba Jicho, el Ojo, y tras abandonar Bagamoyo nunca volvió a saberse de él. Yusuf también había oído a su padre hablar de esta familia, por lo general cuando estaba enfadado por algo o después de un disgusto. Sabía que aquellos recuerdos hacían sufrir a su padre y que provocaban en él grandes raptos de cólera.
Durante una de sus espantosas peleas, en el transcurso de la cual al parecer se habían olvidado de que él estaba sentado fuera, junto a la puerta abierta, mientras ellos se destrozaban mutuamente, oyó decir a su padre entre dientes:
—Mi amor por ella nunca fue bendecido. No imaginas lo mucho que duele algo así.
—¿Quién no lo sabe? —replicó la madre—. ¿Quién no sabe lo mucho que duele? ¿O acaso piensas que no sé cuánto se sufre por amor? ¿Tú te crees que yo no siento nada?
—¡No, no, no me acuses, tú no! Tú eres la luz de mi rostro —gritó él, con voz entrecortada—. ¡No me acuses! ¡No empieces otra vez con eso!
—No lo haré —repuso ella, bajando la voz hasta convertirla en un susurro.
Yusuf se preguntó si no habrían estado discutiendo de nuevo. Quería saber qué estaba ocurriendo y le irritaba aquella impotencia que le impedía forzar las cosas hasta el punto de obligar a su madre a explicarle el motivo de su llanto, pero esperó a que fuera ella quien empezara a hablar.
—Tu padre te lo contará —dijo finalmente.
Luego lo soltó y entró en la casa. En un abrir y cerrar de ojos, se la tragó la penumbra del pasillo.
4
Su padre salió a buscarlo. Acababa de despertar de la siesta y aún tenía los ojos rojos de sueño. La mejilla izquierda aparecía hinchada, seguramente porque había estado apoyado sobre ella. Levantó un borde de la camiseta y se rascó la barriga, mientras con la otra mano se acariciaba la barba incipiente que le sombreaba el mentón. Solía afeitarse todos los días después de dormir la siesta, porque la barba le crecía muy deprisa. Miró a Yusuf y le dirigió una sonrisa cada vez más amplia. El muchacho seguía sentado junto a la puerta posterior, allí donde lo había dejado su madre. El padre se puso en cuclillas a su lado. Yusuf dedujo que su padre estaba tratando de parecer despreocupado, y esto lo puso nervioso.
—¿Te gustaría hacer un viajecito, pequeño pulpo? —le preguntó el padre al tiempo que acercaba más su masculino sudor.
Yusuf sintió el peso de un brazo en el hombro y resistió al impulso de enterrar la cara en el pecho de su padre. Era demasiado mayor. Sus ojos escudriñaron el rostro paterno en un intento de leer el sentido de lo que estaba diciendo. Su padre rió entre dientes y por un instante apretó el cuerpo contra el de su hijo.
—No pareces muy contento ante la idea —añadió.
—¿Cuándo? —preguntó Yusuf a la vez que se apartaba con delicadeza.
—Hoy —contestó el padre alegremente, en voz alta. Luego, en un intento de parecer despreocupado, esbozó una sonrisa que se transformó en un leve bostezo—. Dentro de un rato.
Yusuf se incorporó para ponerse también en cuclillas. Notó una momentánea necesidad de ir al lavabo y miró con ansiedad a su padre a la espera de que le refiriese el resto.
—¿Dónde voy? ¿Qué pasa con el tío Aziz? —quiso saber.
La idea de los diez annas mitigó el miedo que había experimentado. No podía ir a ninguna parte hasta que la moneda de diez annas estuviera en su poder.
—Te vas con el tío Aziz —dijo su padre, y luego le dedicó una amarga sonrisa, como hacía cuando Yusuf le decía alguna tontería.
El muchacho esperó, pero su padre no añadió nada más. Al cabo de un momento, éste se echó a reír y trató de embestirlo. Yusuf se apresuró a apartarse y también se puso a reír.
—Cogerás el tren —comentó su padre—. Irás hasta la costa. Te gustan los trenes, ¿verdad? Ya verás cómo disfrutas viajando hasta el mar.
Yusuf, a quien, por algún motivo que se le escapaba, la idea de aquel viaje no acababa de gustarle, esperó a que su padre añadiese algo más. Al final, éste le dio una palmada en el muslo y le dijo que fuese a ver a su madre para preparar las cosas.
Cuando llegó el momento de emprender la marcha, casi no parecía real. Se despidió de su madre en la puerta principal de la casa y siguió a su padre y al tío Aziz a la estación. Su madre ni lo abrazó ni lo besó, tampoco derramó lágrima alguna. Yusuf había temido que lo hiciese. Más tarde, fue incapaz de recordar qué había dicho o hecho ella, pero sí recordó el aspecto enfermizo y aturdido que tenía apoyada sin fuerzas contra la jamba de la puerta. Cuando pensaba en el momento de su partida, la imagen que acudía a su mente era el camino tornasolado que recorrieron y los hombres delante de él. A la cabeza caminaba el porteador, que llevaba el equipaje del tío Aziz sobre los hombros. A Yusuf le habían permitido llevar su pequeño hatillo: dos pares de pantalones cortos, un kanzu que todavía estaba nuevo del último Idd, una camisa, un ejemplar del Corán y el viejo rosario de su madre. Ella misma lo había envuelto todo, a excepción del rosario, en un viejo chal con cuyas puntas había hecho un grueso nudo. Con una sonrisa en los labios, había deslizado un bastón a través del nudo para que Yusuf pudiese llevar el hatillo sobre el hombro como hacían los porteadores. El rosario de color pardo se lo había dado, secretamente, en el último momento.
A Yusuf no se le ocurrió ni siquiera por un instante que pudiera estar separándose de sus padres por una larga temporada, o que quizá nunca más volviese a verlos. No se le pasó por la cabeza preguntar cuándo regresaría. No pensó en indagar por qué acompañaba al tío Aziz en su viaje, o por qué se había decidido todo de forma tan repentina. Una vez en la estación, Yusuf vio que, además de la bandera amarilla con el amenazador pájaro negro, ondeaba otra con una cruz negra de bordes plateados, que izaban cuando algún alto mando alemán viajaba en el tren. Su padre se inclinó y le tomó la mano. Estuvo hablando largamente con él; al final, sus ojos se veían empañados. Más adelante, Yusuf no pudo recordar qué le había dicho, pero en algún momento había mencionado a Dios.
El tren llevaba ya un rato en movimiento cuando la novedad empezó a hacerse clara para Yusuf, que de pronto no pudo soportar la idea de que se había marchado de casa. Pensó en la risa fácil de su madre y se echó a llorar. El tío Aziz estaba en el banco, a su lado, y el muchacho lo miró con sentimiento de culpabilidad, pero aquél se había quedado dormido, encajado entre el asiento y el equipaje. Al cabo de unos momentos Yusuf supo que ya no habría más lágrimas, pero se sintió reacio a perder el sentimiento de tristeza. Se secó las lágrimas y se puso a examinar a su tío. No le faltarían ocasiones para hacerlo, pero desde que lo conocía era la primera vez que podía mirarlo directamente a la cara. El tío Aziz se había quitado el gorro apenas subieron al tren y a Yusuf le sorprendió el aspecto severo que tenía. Sin el gorro, su rostro parecía más rechoncho y desproporcionado. Reclinado y durmiendo en silencio, había perdido aquel porte elegante que llamaba la atención. Seguía oliendo muy bien, algo que al muchacho siempre le había gustado. Eso y los kanzus finos y vaporosos y los gorros bordados de seda. Cuando entraba en una estancia, su presencia flotaba en el aire como algo independiente de la persona, anunciando superioridad, prosperidad y osadía. Ahora, reclinado sobre el equipaje, por debajo de su pecho sobresalía una redonda barriga de la cual Yusuf no se había apercibido antes. Vio que subía y bajaba al ritmo de la respiración y, en un momento dado, que la cruzaba un ligero movimiento.
Los zurrones para el dinero que, como de costumbre, ceñían sus ingles, saltaban sobre los huesos de la cadera para encontrarse, a modo de armadura, formando una hebilla de cuero allí donde se unían los muslos. Yusuf jamás lo había visto sin el cinturón del dinero, ni siquiera cuando dormía la siesta. Recordó la rupia de plata que había escondido en un agujero de la base de un muro y se estremeció ante la idea de que la descubrieran y de ese modo se evidenciara su culpa.
El tren era ruidoso. Las ventanillas estaban abiertas y por ellas entraban el polvo y el humo y, con éstos, un olor a fuego y carne chamuscada. A la derecha, la tierra por la que viajaban era una llanura plana con largas sombras en el incipiente crepúsculo. En la superficie asomaban de vez en cuando granjas y fincas que se aferraban a la magullada tierra. En el otro lado, se alzaban las siluetas macizas de unas montañas cuyas cimas aureolaba la próxima puesta del sol. El tren se dirigía, penosamente y sin prisa, hacia la costa, dando bandazos y refunfuñando. En ocasiones, al acercarse a una estación aminoraba la marcha y avanzaba de forma casi imperceptible; luego proseguía súbitamente su camino en medio de sacudidas y de las estridentes protestas de las ruedas. Yusuf no recordaba que el tren se hubiera detenido en ninguna estación del recorrido, pero posteriormente supo que debió de hacerlo. Compartió la comida que su madre había preparado para el tío Aziz: maandazi, carne hervida y judías. Murmurando bismillah y esbozando una sonrisa, su tío desenvolvió cuidadosamente la comida con manos expertas, extendió la palma entreabierta a modo de bienvenida e invitó a Yusuf a comer. Mientras éste lo hacía, su tío lo miraba con expresión de ternura y le sonreía al ver su cara larga.
No pudo conciliar el sueño. Las tablas del banco se le clavaban profundamente en el cuerpo y le impedían dormir. Molesto por las ganas de hacer sus necesidades, a lo sumo quedaba traspuesto o dormitaba a medias. Cuando abrió los ojos en plena noche y vio el compartimiento medio lleno y en penumbra tuvo deseos de ponerse a gritar. La oscuridad exterior era un vacío inconmensurable, y Yusuf temió que el tren se hubiese introducido demasiado en él para poder regresar sin peligro. Trató de concentrarse en el ruido de las ruedas, pero su ritmo era irregular y sólo sirvió para distraerlo y mantenerlo despierto. Soñó que su madre era un perro tuerto que en una ocasión había visto morir bajo las ruedas de un tren. Después soñó que veía su propia cobardía brillar a la luz de la luna, cubierta por el limo de su placenta. Supo que se trataba de su cobardía porque alguien que se mantenía en las sombras así se lo dijo; además, él mismo la vio respirar.
Por la mañana llegaron a destino, y el tío Aziz guió a Yusuf con firmeza y sin titubeos entre los ruidosos comerciantes que pululaban tanto dentro como fuera de la estación. Caminaron en silencio por las calles, que estaban sucias de restos de recientes celebraciones. Aún había frondas de palma en forma de arco sujetas a las jambas de las puertas. Guirnaldas de caléndula y de jazmín, chafadas, y cáscaras de fruta ya ennegrecidas sembraban el camino. Delante de ellos, un mozo de cuerda que sudaba y gruñía a causa del calor, llevaba el equipaje. Yusuf se había visto obligado a entregar su hatillo.
—Deja que lo lleve el mozo —había dicho el tío Aziz a la vez que señalaba al sonriente hombre, que se mantenía inclinado sobre el resto del equipaje.
El mozo brincaba y saltaba al caminar e iba cambiando los bultos de cadera. El suelo quemaba, y a Yusuf, que iba descalzo, también le habría gustado brincar, pero sabía, sin que nadie se lo hubiese dicho, que no habría sido del agrado de su tío. Por la forma en que saludaban a éste por la calle, comprendió que era un hombre importante. El mozo iba gritando para abrirse camino entre la gente:
—¡Dejad paso al seyyid, waungwana!
Y a pesar de los harapos y el aspecto enfermizo de ese hombre, nadie se metía con él. De vez en cuando miraba alrededor con sonrisa torcida, y Yusuf empezó a pensar que el mozo sabía algo peligroso que él ignoraba.
La casa del tío Aziz era un edificio largo y bajo situado a las afueras de la ciudad. Estaba a unos cuantos metros de la carretera y delante de ella se extendía una amplia explanada rodeada de árboles. Había neems pequeños, cocoteros, un sufi y, en un rincón, un mango enorme. También otros árboles que Yusuf no identificó. A pesar de que aún era temprano, ya había un grupo de personas sentadas a la sombra del mango. Rodeaba la casa un largo muro blanco con almenas, por encima del cual Yusuf vislumbró copas de árboles y palmeras. Cuando se acercaron, los hombres que estaban bajo el mango se pusieron de pie, levantaron los brazos y les dieron la bienvenida a voces.
Un joven llamado Khalil salió corriendo de la tienda situada en la parte delantera de la casa y acudió a recibirlos lanzando estridentes gritos de bienvenida. Besó la mano del tío Aziz con reverencia y habría vuelto a besarla una y otra vez si éste no hubiese acabado por apartarla. El tío Aziz dijo algo con tono de irritación y Khalil permaneció callado delante de él, apretando las manos en un esfuerzo evidente por reprimir sus muestras de afecto. Ante la mirada de Yusuf, intercambiaron saludos y nuevas en árabe. Khalil tenía unos diecisiete o dieciocho años, era delgado y de aspecto nervioso, y lucía un bigote incipiente. Yusuf supo que lo mencionaron en la conversación porque Khalil volvió la mirada hacia él y asintió con la cabeza, muy excitado. El tío Aziz se dirigió hacia la parte lateral de la casa, en cuyo largo muro enjalbegado Yusuf vio una puerta abierta. A través de ésta vislumbró el jardín y, en él, árboles frutales, arbustos en flor y un destello de agua. Cuando empezó a seguir a su tío, éste extendió la palma de la mano y la mantuvo rígidamente apartada del cuerpo, sin volverse ni detenerse. Yusuf nunca antes había visto aquel gesto, pero fue consciente del reproche y supo que significaba que no debía seguirlo. Miró a Khalil y advirtió que lo estudiaba con una amplia sonrisa. Le hizo una seña y se encaminó de regreso a la tienda. Yusuf recogió el hatillo que el mozo había dejado para entrar el equipaje del tío Aziz y lo siguió. Ya había perdido el rosario de color pardo; se lo había dejado en el tren. En la terraza que había delante de la tienda, tres ancianos sentados en un banco miraron tranquilamente a Yusuf cuando al entrar se agachó para pasar por debajo del mostrador abatible.
5
—Es mi hermano menor, que ha venido a trabajar con nosotros —contaba Khalil a los clientes—. Tiene ese aspecto raquítico y debilucho porque acaba de llegar de las tierras salvajes que se extienden más allá de las montañas. No tienen otra cosa para comer que cassava y hierbas. Por eso parece un muerto viviente. ¡Eh, kifa urongo! Mirad al pobre muchacho. Fijaos en sus brazos endebles y en su cara alargada. Pero vamos a hartarlo de pescado, dulces y miel, y en menos que canta un gallo estará lo bastante regordete para una de vuestras hijas. Saluda a los clientes, muchacho. Dedícales la mejor de tus sonrisas.
Durante los días siguientes todo el mundo le sonreía, salvo el tío Aziz, a quien sólo veía una o dos veces al día, y al que todos se acercaban a su paso para besarle la mano, si él los dejaba, o, si parecía inaccesible, para saludarlo con una reverencia guardando una respetuosa distancia de un par de metros. Su rostro no se inmutaba ante las súplicas y los saludos serviles, y, cuando había escuchado el tiempo suficiente para no parecer descortés, proseguía su camino después de lanzar un puñado de monedas al más abyecto de sus cortesanos.
Yusuf pasaba todo el tiempo con Khalil, quien lo adiestraba en su nueva vida y lo interrogaba acerca de la anterior. Khalil se ocupaba de la tienda, vivía en ella y ninguna otra cosa parecía importarle. Pasaba de una tarea a otra con mirada ansiosa y hablando rápida y animadamente de las catástrofes que se abatirían sobre la tienda si él se detenía a tomar un respiro, y daba la sensación de que toda la energía y la fuerza de su ser estaban entregadas a ella.
—Vas a vomitar si hablas tanto —le advertían los clientes—. No corras tanto de un lado a otro, jovencito, que te marchitarás antes de hora.
Pero Khalil les dirigía una sonrisa y seguía trajinando. Aunque su suajili era fluido, hablaba con un fuerte acento árabe. Conseguía que las libertades que se tomaba con la sintaxis pareciesen fruto de un momento de inspiración e incluso excentricidades. Cuando estaba exasperado y nervioso, soltaba un poderoso torrente de palabras en árabe que obligaba a los clientes a una retirada silenciosa aunque tolerante. La primera vez que presenció aquello, Yusuf no pudo evitar reír de la vehemencia de Khalil, y éste se acercó a él y le dio una bofetada en la mejilla izquierda. Los ancianos de la terraza se carcajearon disimuladamente e intercambiaron miradas de complicidad que sugerían que sabían desde el principio que aquello iba a suceder. Acudían todos los días y se instalaban en el banco, donde charlaban y se divertían con las bufonadas de Khalil. Cuando no había clientes, éste les dedicaba toda su atención, los transformaba en un coro para sus discursos fantásticos y rimbombantes e interrumpía sus cuchicheos acerca de noticias y rumores de guerra con preguntas inevitables e ideas perspicaces.
El nuevo profesor de Yusuf no perdió el tiempo en enseñarle detenidamente demasiadas cosas. El día empezaba al alba y no terminaba hasta que Khalil lo decía. Las pesadillas y los gritos nocturnos eran una estupidez, de modo que se iban a acabar para ellos. Alguien podía pensar que estaba hechizado y que lo había enviado al masajista para que le aplicase hierros candentes en la espalda. Dormitar recostado contra los sacos de azúcar en el almacén suponía la peor de las traiciones. ¿Y si se orinaba encima y echaba a perder el azúcar?
—Cuando un cliente explique un chiste, tú sonríe hasta quedar sin aliento si es necesario, pero sonríe, y no te atrevas a parecer aburrido. En cuanto al tío Aziz, para empezar no es tu tío —le dijo—. Esto es de vital importancia para ti. Escúchame bien, kifa urongo. No es tu tío.
Así era como Khalil lo llamaba en aquella época. Kifa urongo, muerto viviente. Tenderos de día, vigilantes de noche, dormían en la terraza de tierra, delante de la tienda, y se cubrían con sábanas de percal basto. Juntaban las cabezas y mantenían los cuerpos apartados para de ese modo poder hablar en voz baja sin necesidad de acercarse demasiado el uno al otro. Si Yusuf rodaba y se aproximaba en exceso, Khalil lo apartaba a fuerza de patadas salvajes. Los mosquitos revoloteaban alrededor reclamando sangre con gemidos estridentes. Si las sábanas resbalaban de sus cuerpos los mosquitos se aglomeraban al instante para dar cuenta de su pecaminoso festín. Yusuf soñaba que veía sus sables de bordes dentados atravesarle la carne.
—Estás aquí porque tu padre debe dinero al seyyid —le dijo Khalil—. Yo estoy aquí porque mi pobre padre también le debe dinero…, sólo que ya ha muerto, Dios se apiade de su alma.
—Dios se apiade de su alma —replicó Yusuf.
— Tu padre debe de ser un desastre para los negocios.
—¡Nada de eso! —exclamó Yusuf, que no tenía ni idea del asunto pero que no estaba preparado para aguantar semejante atrevimiento.
—Claro que no puede ser peor marehemu que mi padre, Dios se apiade de su alma —prosiguió Khalil, indiferente a la protesta de su compañero—. Nadie puede serlo.
—¿Cuánto le debía tu padre? —quiso saber Yusuf.
—No es honroso preguntar estas cosas —dijo Khalil alegremente, y luego tendió la mano y le dio un fuerte coscorrón—. Y cuando hables de él, trátalo con más respeto, llámalo seyyid.
Yusuf no comprendía todos los detalles, pero no veía que fuese algo malo trabajar para el tío Aziz a fin de pagar la deuda de su padre. Cuando estuviese saldada podría irse a casa. Aunque de todos modos deberían haberle avisado. No recordaba que hubiesen mencionado tener deudas, y en comparación con sus vecinos parecían vivir bastante bien. Se lo dijo a Khalil, quien, tras permanecer en silencio durante un largo rato, dijo en voz baja:
—Voy a decirte una cosa. Eres un chico estúpido y no entiendes nada. Lloras por la noche y hablas en sueños. ¿Dónde tenías puestos los ojos y las orejas cuando estaban organizándote la vida? Tu padre le debe muchísimo, en caso contrario no te encontrarías aquí. Si le hubiese pagado, ahora estarías en tu casa y comerías malai y mofa todas las mañanas, ¿entiendes? Y harías recados para tu madre y cosas así. El seyyid ni siquiera te necesita. No hay suficiente trabajo… —Hizo una pausa y, con un tono tan bajo que Yusuf supo que significaba que no debía oír o entender, añadió—: Seguro que no tienes una hermana, o de lo contrario se la habría llevado en tu lugar.
Yusuf guardó silencio, el tiempo suficiente para mostrar que la última observación no despertaba en él un interés morboso, aunque no era así. Pero su madre lo había reñido más de una vez por ser curioso, por querer saber cosas sobre los vecinos. Se preguntó qué estaría haciendo su madre.
—¿Cuánto tiempo has de trabajar para el tío Aziz?
—No es tu tío —dijo Khalil con aspereza, y Yusuf pestañeó a la espera de otro coscorrón. Al cabo de un momento, Khalil soltó una risita y luego sacó una mano de debajo de la sábana para pegar a Yusuf una bofetada en la oreja—. Sería preferible que lo aprendieses pronto, zuma, si sabes lo que te conviene. A él le desagrada que pobretones como tú lo llamen tío todo el tiempo. Le gusta que le besen la mano y lo llamen seyyid. Y por si no sabes lo que quiere decir, significa señor. ¿Me oyes, kipumbu we, pequeño testículo?
Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948) es un escritor de origen tanzano afincado en Inglaterra desde hace más de medio siglo. Doctorado en 1982 por la Universidad de Kent, ejerció la docencia en las universidades Bayero (Kano, Nigeria) y Kent, donde impartió literatura inglesa y poscolonial hasta su jubilación de 2017. Es miembro de la Royal Society of Literature desde 2006 y autor de numerosos cuentos, ensayos y una decena de novelas, entre las que destacan Paraíso (1994), nominada para los premios Booker y Whitbread, A orillas del mar (2001), Desertion (2005) y Afterlives (2020). Considerado uno de los escritores poscoloniales más relevantes, ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2021 por su “conmovedora descripción de los efectos del colonialismo y la historia de los refugiados en el abismo entre culturas y continentes”.