Ciudad de México, 26 de octubre (MaremotoM).- Una vida que no es de este mundo es la aclamada biografía del escritor polaco de ciencia ficción Stanisław Lem, uno de los grandes talentos literarios del siglo XX. Considerado un filósofo en Alemania, un científico en Rusia y un escritor de libros para niños en su patria, Polonia, Lem fue, sobre todo, un hombre que se apegó al espíritu de su tiempo.
El periodista Wojciech Orlinski se sirve de fuentes inéditas, muchas de ellas familiares, de anécdotas y de datos nunca revelados, para desgranar una memoria íntima que es también la memoria de una época. Seremos testigos, así, del devenir de un creador radical en medio de una era de totalitarismos, de un siglo de plomo. ¿Cómo sobrevivió Lem al Holocausto? ¿Qué opinaba sobre el comunismo? ¿De qué trataba en realidad su magistral Solaris y por qué Andrzej Wajda no llegó a encargarse de su adaptación al cine? ¿Qué fue lo que truncó su amistad con Philip K.Dick y provocó que este último lo denunciara ante el FBI? ¿Dónde y cuándo probó Lem las drogas y cuál fue su experiencia?
Adelanto de la biografía Lem, una vida que no es de este es mundo, de Wojciech Orlinski, con autorización de Impedimenta.
La biografía de Lem, editada por Impedimenta. Foto: Cortesía
Son las cuatro de la mañana, más bien de la madrugada. Todavía faltan varias horas muy largas para que amanezca. Kliny, un suburbio alejado de Cracovia, más aldea que ciudad, todavía duerme. No hay perros ladrando, no hay gallos cantando, no hay vacas mugiendo.
No hay coches en marcha, y hasta que no comience el movimiento de palas de los vecinos, no pasará ninguno, ya que por la noche ha caído nieve. La única ruta —pomposamente llamada calle en el plano de la ciudad, aunque por ahora es solo un camino rural que sale de la ruta a Zakopane— que une esas pocas casitas con la civilización es, en este momento, intransitable.
Sin embargo, a Stanisław Lem no le molesta para nada esta situación. No piensa ir a ninguna parte, por lo menos no en sentido físico. Pero en un instante volará con su imaginación hacia las estrellas, porque esas pocas horas antes del amanecer, cuando todos los habitantes de la casa todavía duermen, son su momento favorito para escribir. La imaginación no necesita caminos libres de nieve.
Ahora le espera la primera actividad del día, poner en marcha la caldera. Lem se escurre de su habitación en el primer piso. Baja por la escalera de baldosas; en la planta baja duerme su suegra, y en el comedor, sobre un sofá cama, una chica del pueblo que cocina y limpia en la casa de los Lem. Quizá se le podría pedir que pusiese en marcha la caldera de coque.
Es cierto que la tarea podría exigir una fuerza masculina, pero lo que no les falta a esas muchachas —que la suegra, gracias a su excepcional red de parientes y conocidos, encuentra en las aldeas cercanas a Cracovia— es vigor físico.
Pero encomendarle más labores a la chica conllevaba un riesgo, y es que, sencillamente, podría marcharse, como ya lo habían hecho tantas de sus predecesoras antes que ella. La familia no tiene recursos suficientes como para retenerlas. Al final, todas encuentran un trabajo mejor en Cracovia, y entonces hay que retomar la búsqueda. La rotación es tan veloz que el escritor ni siquiera se esfuerza por acordarse de los nombres de las sucesivas muchachas.
Todavía hay dos razones por las cuales Stanisław Lem asume la responsabilidad de encender la calefacción central de su casa. En primer lugar, es un cuarentón. A esa edad el varón asume con entusiasmo las tareas masculinas, ya que presiente que es la última década de su vida en la que le dejarán llevarlas a cabo. Puede notar cómo se acerca el momento en el cual ya no será ese fuerte y hábil levantador de objetos pesados o aquella persona capaz de solventar cualquier problema que se le pueda presentar a su familia, sino que empezará a transformarse en un estorbo y en una carga. Por lo que, de momento, quiere gozar cada día de su fortaleza física.
En segundo lugar, desde hace un tiempo, Barbara Lem —preocupada por esa actitud suya— busca que su marido adelgace. Recurre a distintos métodos. Le recomienda más actividad física, reduce las porciones del almuerzo.
Stanisław Lem no discute los posibles resultados de esta táctica. No cuestiona la necesidad de adelgazar, ya que, aunque no llegó a hacer su tesis, sí que terminó sus estudios de Medicina, al igual que su esposa —quien, por cierto, con frecuencia repite que Staszek, a pesar de no tener diploma, sabe más de medicina que ella. Y no lo dice solo por cortesía: Lem siempre está leyendo, de forma compulsiva, también sobre temas médicos—.
En una palabra, él mismo conoce bien los peligros de su sobrepeso. Por eso, se muestra paciente, y cuando toda la familia ataca el segundo plato en el almuerzo, él se conforma con la sopa. El cerebro y el corazón le ordenan hacerle caso a su esposa, pero el estómago es un órgano que se rige por sus propias leyes. Y es precisamente este el que arranca al escritor de su sueño.
La escalera al sótano carece de revestimiento, incluso de baldosas. Stanisław Lem desciende a la oscuridad a través del crudo hormigón. Empuja la puerta de listones unidos por tres travesaños que forman una letra «z». Enciende la luz, pero no dirige sus primeros pasos hacia la caldera, sino que gira hacia el garaje.
Ha escondido en un baúl las compras que hizo el día anterior en Cracovia en su «verdulería» favorita de la calle Długa, mientras deambulaba por la ciudad esperando a que su esposa terminara de trabajar y volviera a casa para la sagrada hora del almuerzo (a la una y media, igual que todos los días). Como siempre, durante ese tiempo, Lem se ocupa de diversos asuntos y recados, desde hacer la compra hasta la lectura de la prensa internacional que ofrecen los hoteles. El día anterior, en la verdulería, había comprado dos magníficas barritas alemanas de mazapán. La verdad es que no se le permite comer ese tipo de cosas, pero nadie está mirando, todos duermen. Lem las devora con rapidez y se traslada del garaje a la despensa. Tira los envoltorios detrás de la alacena situada contra la pared: así nadie descubrirá nunca su transgresión dietética, dulce crimen perfecto.
Por un momento piensa en lo absurdo que es comprar golosinas en la verdulería, esto es, en una tienda cuyo objetivo, teóricamente, es el comercio de frutas y verduras. ¿Pero eso en qué se diferencia de ir al banco con el fin de adquirir un coche o entrar a un hotel para comprar el Herald? De hecho, Lem se pasa los días, precisamente, inmerso en situaciones absurdas como esas.
¿Y si lo transformara en un cuento satírico? ¿Sobre un planeta en el cual Ijon Tichy trata de hacer las compras en un mundo que apenas disimula su parecido con la República Popular y todos sus absurdos? ¿Y si no es un planeta? A cada rato, en el marco de la descolonización, aparece un nuevo país sobre el mapa; ¿y si creamos uno ficticio en algún lugar de Asia o de África?
Sin embargo, esa idea se evapora con rapidez de la cabeza de Lem. Al final hay que concentrarse en la tarea para la cual ha bajado hasta allí. Rasca de la caldera las cenizas y la escoria del día anterior. Junto a la puerta se echa encima el sobretodo y se calza las galochas —ahora se parece más a Franek Jołas, de Myciska de Abajo, que a un escritor cracoviano— y atraviesa la nieve rumbo al portón. Arroja las cenizas sobre el camino y, muerto de frío, vuelve rápidamente a casa. En el cuarto de la caldera descubre que el coque, como siempre, se ha congelado (el recinto es húmedo y carece de calefacción), por lo que no podrá cargarlo con la pala.
Busca el formón, su herramienta básica de fogonero, descrita jocosamente en el «Viaje séptimo» de Ijon Tichy. Es un palo forrado de metal. Tichy lo usa para revolver una pila atómica (también para luchar contra sí mismo en un bucle temporal, para ver quién devora antes la última tableta de chocolate que permanece oculta en algún sitio: ¿será el Tichy del jueves, el Tichy del viernes o quizá el más peligroso de todos, por ser el más experimentado, el Tichy del domingo?). Lem, en cambio, lo utiliza para romper los terrones congelados de coque y carbón. Pero desde luego, tal y como lo haría Tichy, sostendría todo un combate, incluso contra sí mismo, a fin de defender los comestibles de la despensa, algo que realmente hace a diario.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! A pesar de los golpes, la caldera aún no se ha encendido, pero el escritor ya ha entrado en calor. Echa la escoria que acaba de partir. Toma el bidón de nafta, rocía los trozos negros y arroja un fósforo.
¡BUM!
Tal y como pasa de forma habitual, ha echado demasiada nafta. Siempre se castiga por pasarse, pero le ocurre lo mismo con las golosinas: el combustible y los dulces son más fuertes que él. Una barrita y una explosión, ¿es posible comenzar un día de trabajo de un modo más placentero?
Lem se calienta las manos junto a la rugiente caldera. En cuanto vuelva a su habitación, se sentará junto a la máquina de escribir. Todavía tiene unas tres horas para poder hacerlo con tranquilidad, antes de que toda la casa comience a despertar y tenga que volver a Cracovia.
Y hoy sobre qué podría… Mientras sube por la escalera, Lem piensa en un artículo que ha leído hace poco —le fascinó tanto que ya no recuerda dónde lo leyó, ¿en el Herald o en la revista Newsweek?—: el Gobierno estadounidense había encargado a la Rand Corporation la puesta en marcha de una red de comunicación cuyos nodos serían unas computadoras.
¡Una computadora no solamente como un cerebro electrónico autónomo, sino como una verdadera herramienta de comunicación! Es habitual que aquello sobre lo que trabajan los verdaderos ingenieros sea más interesante que las propias ideas de los visionarios. Pero es que en el transcurso del próximo medio siglo, la civilización, los medios de comunicación, las relaciones interpersonales, el modo de trabajar, todo cambiará por completo. ¿Por qué nadie escribe sobre esas cosas?
Justamente de ese mismo tema estuvo hablando Stanisław Lem el día anterior con Janek Błoński, cuando este apareció para su tradicional visita vespertina. La conversación, como siempre, comenzó de un modo amable —Błoński hablando sobre Proust, Lem sobre la red de computadoras—, pero pronto se transformó en una pelea, porque Błoński, el muy tozudo, no quiso reconocer que preguntarse de qué modo los ordenadores podrían cambiar nuestra forma de vida era más importante que preguntarse cómo Proust había logrado aprehender la esencia de la naturaleza humana en las páginas de En busca del tiempo perdido.
¿Qué «esencia de la naturaleza» pueden tener las personas, dado que dentro de poco comenzarán a entrometerse en el código genético, y ahora mismo ya pueden cambiar su naturaleza, por ejemplo, mediante el uso de drogas? Por supuesto, cuanto más evidente era la inobjetable lógica de hierro de los argumentos de Lem, tanto más fuerte era la voz de Błoński.
La dueña de casa, que quería evitar la pelea, cambió de tema a uno más neutral y común para ambos escritores: la esperanza de que llegara de una vez a la casa el tendido de gas natural, y, con ello, que pavimentaran la calle, ya que, cuando hacía buen tiempo, la zona del suburbio donde vivían y Cracovia quedaban bien comunicadas —más o menos—, pero con el malo, permanecían aisladas. No obstante, Błoński, en lugar de alegrarse por el progreso que eso podría suponer, comenzó a desesperarse y a preguntarse cuánto costaría la instalación del gas y de dónde se sacaría el dinero.
«Quizá —piensa Lem—, no fue muy amable por mi parte contestarle: “Bah, con escribir dos cuentos podría pagar la instalación”, ¡pero Błoński no tendría que haber reaccionado así!» Su amigo estalló, se puso en pie, comenzó a agitar los brazos y dijo lo que pensaba sobre la creatividad del dueño de la casa: que todo lo que escribía eran tonterías para ganar dinero, y que jamás formaría parte del canon de la literatura polaca.
«Eso podría habérselo ahorrado, si se considera amigo mío», piensa Lem, sentándose frente a la máquina de escribir.
La última frase le parece tan divertida que, en el último momento, cambia de planes. La pondrá en la cibernética boca de Trurl, personaje literario cuya descripción le depara enormes alegrías últimamente. Trurl es un robot que construye otros robots. Su vecino, Clapaucio, parece dedicarse a lo mismo, pero a parte de eso se diferencian en todo.
«Es curioso, ¿alguna vez se dará cuenta Błoński de que cuanto más quiere molestarme, tantas más ideas se me ocurren para describir las discusiones entre Trurl y Clapaucio?», piensa Lem, y enseguida se contesta. Ningún académico de Polonia toma en serio la literatura fantástica. Lo que tiene su lado bueno: el escritor se puede permitir absolutamente todo, ya que sus obras no serán puestas bajo la lupa de la crítica ni de la censura.
Aunque Trurl y Clapaucio, en los sucesivos cuentos, conspiran contra los más diversos y agobiantes tiranos, diferentes Cruelios, Mandriliones y Monstruos. Las alusiones son cada vez más evidentes, y aunque la censura las deja pasar, en otras partes objeta alguna que otra nimiedad. Divertido por la broma que en el próximo cuento le gastará a su mejor amigo y a todo el mundo, Lem comienza a aporrear las teclas.
El rítmico golpeteo de la máquina llena toda la casa. Sus habitantes, incluso si se despiertan un momento, solo se dan la vuelta en la cama, sabiendo que apenas son las cuatro y que todavía tienen unas horas para descansar. Se han acostumbrado a dormir con ese sonido de fondo, su ausencia más bien los inquietaría.
Ya es hora de que el narrador de esta historia, el narrador omnisciente, se quite la máscara. En algún momento de la primera mitad de la década de los sesenta, cuando Lem creaba sus obras más importantes, bien pudo haber tenido lugar una escena como la que se ha descrito. Aunque la compuse valiéndome de elementos reales, no tengo manera de saber si de verdad sucedió algo como lo que acabo de narrar. No sé si el formón de la caldera habrá sido el modelo del palo del «Viaje séptimo», ni si las discusiones entre Lem y Błoński sobre el progreso técnico habrán servido como inspiración para la pelea entre Trurl (el entusiasta) y Clapaucio (el escéptico).
En base a los materiales reunidos me parece que todo ello es posible, pero no tengo pruebas. Tampoco las tengo para sostener que Lem acostumbrara a zamparse golosinas a escondidas en el sótano, aunque sí se sabe que, durante una reforma que se hizo en ese sótano, detrás de la mencionada alacena se halló una pila de envoltorios de los años sesenta y setenta; aun así, cualquier tribunal honesto habría sobreseído al imputado en base a pruebas tan circunstanciales. Nadie llegó a sorprender a Lem con las manos en la masa.
Un fenómeno frecuente entre los biógrafos es que sostengan toda la narración con una convención similar. El autor escribe desde la posición del narrador omnisciente. Lo sabe todo acerca de su personaje, pero no siempre sabe de dónde ha sacado toda la información.
No haré eso. La única historia que puedo contar de forma honrada es mi historia: la de un periodista contemporáneo que trata de reconstruir la vida de Stanisław Lem en base a los materiales de los que dispone.
Podría dar la sensación de que no debería haber ningún misterio sobre un autor que ha mantenido una rica correspondencia, que además ha escrito un libro autobiográfico y ha concedido dos reportajes extensos. Yo, en cambio, encontré muchísimos. Quizá los futuros y nuevos adeptos a «la lemología, la lemografía y la lemonómica descriptiva, comparativa y especulativa» puedan esclarecerlos, pero yo debo admitir mi derrota ya desde el prólogo, y aun- que no fuera por eso, no consideraría decente seguir escribiendo en una tercera persona neutral.
Escribiré, pues, la historia tal y como la conozco, y no tal y como fue. Porque en realidad se desconoce quién era el que devoraba jalvá y mazapán a escondidas en ese sótano. ¿Quizá unos extraterrestres? Aunque la verdad es que en el caso de esta biografía, no se podría excluir esa posibilidad…
En la infancia, me fascinaban preguntas del tipo: «¿de qué está compuesto un átomo?». Debe ser algo bastante frecuente entre los actuales admiradores de la prosa de Stanisław Lem, y supongo que lo seguirá siendo entre los que han de venir.
Nunca olvidaré el asombro que sentí al enterarme de que el átomo se compone principalmente de vacío. En el centro está el núcleo, más o menos cien mil veces más pequeño que el átomo en sí. Alrededor del núcleo giran los electrones, decenas de veces más pequeños que el núcleo. Entre el núcleo y los electrones no hay nada. Por lo menos nada material.
Cuando luego, en la facultad, conocí la teoría de los cuantos, tuve más respeto si cabe por la nada. Entendí que era algo así como los dragones del cuento de Lem, «Los dragones de la probabilidad»: como se sabe, aunque los dragones no existen, la inexistencia de sus distintas clases se produce de distintas maneras.
Pero por aquel entonces me conmocionó el hecho de que el átomo se compusiese de una parte de algo y de cien mil partes de nada. ¡Vaya proporciones tan vertiginosas! Y dado que toda la materia se compone de átomos, esto significa que, a pesar de que parece sólida y tangible, ¡en su contundente mayoría es nada!
De un modo similar entiendo la infancia de Stanisław Lem. Tenemos un libro autobiográfico sobre la misma, El castillo alto, tenemos dos libros de tipo reportaje extenso (firmados por Stanisław Bereś y por Tomasz Fiałkowski), repletos de anécdotas sobre colegas y parientes, sobre juguetes y manjares. Finalmente, tenemos también varias migajas en forma de recuerdos dispersas en diversos textos periodísticos, algunos más extensos, otros más breves.
No obstante, si nos fijamos con atención, podremos comprobar que, en esos textos, es más lo que el escritor oculta que aquello que revela. Lo que no está en esas memorias es más importante que lo que sí está. Igual que los átomos, los recuerdos de Lem se componen principalmente de vacío; pero intentaré hacer con él lo mismo que los físicos cuánticos hicieron con el átomo.
Dirijamos nuestra atención al hecho de que, en estos recuerdos, cuanto más nos acercamos al pequeño Stanisław Lem, más inmaterial e irreal se vuelve todo. Cuanto más lejos estuvo alguien de Stanisław Lem, más clara es su descripción. Por ejemplo, en El castillo alto, los profesores de secundaria tienen, de forma general, tanto nombre como apellido, pero ante todo están descritos con gran detalle, descripciones que a veces ocupan una página entera.
Nos enteramos, por ejemplo, de que el director Stanisław Buzath era «un hombre bajito con una potente voz de mando, y también un buen historiador y un hombre decente» y que el profesor de Latín, Rappaport, era «un viejo enfermizo y de rostro amarillo, un gruñón aunque un hombre noble», mientras que el de Matemáticas era el ucraniano Zarycki, que «tendría unos cincuenta años, era atractivo, con un rostro arrugado, la tez morena, incluso los párpados lo eran, una nariz afilada, unos ojos profundos y calvo como una bola de billar, porque se rasuraba él mismo el cráneo».
Lem le dedica bastante atención a la profesora de Lengua, Maria Lewicka, siempre había sido un alumno distinguido en su clase. Ella le felicitaba por sus trabajos, sobre todo por los de «tema libre». Después de la guerra, Lem intentó recuperar el contacto con ella, y a través de otra exalumna llegó a sus cuadernos de poemas, que le parecieron «muy anticuados, escritos en la mayor conmoción emocional».
Los compañeros de escuela aparecen sin apellido, pero se describen de manera bastante prolija, como para que nos sea fácil poder imaginarlos. Lem tenía dos compañeros de pupitre. El primero, Julek C., «hijo de un policía, un niño robusto de pelo rubio, con nariz chata y una expresión de duda en la mirada».6 Este le dio a Lem una auténtica pistola de un tiro, calibre 6 mm, a cambio de una Browning 9 mm, de la que se «había aburrido» el dueño. Lem disparó el arma en su casa, algo que aterró al padre y procedió a confiscársela de inmediato.
El otro compañero era Jurek G., «buen mozo y vehemente». Lem recordaba sobre todo sus romances, pero no al propio Jurek. Escribe más acerca de Miecio P., «con un humor duro y con una mano aún más dura. Cuando se le preguntaba algo se hacía el idiota de tal manera que el que preguntaba se sentía a su vez un idiota». Miecio era vulgar, y, por lo tanto, Lem no lo apreciaba demasiado. En cambio, le agradaba Jozek F., «que empezó a dejarse bigote creo que ya desde su primer año en secundaria», y Zygmunt E., llamado Puncho, de familia pobre, pero excelente futbolista, y gracias a ello conseguía ganarse algún dinero dando clases de apoyo.
A todo esto, el propio Lem asistía a clases de apoyo, y las describe con bastante detalle, sobre todo a la maestra de Francés: «cierta Mademoiselle, una persona horrenda con una enorme narizota roja picada de viruelas, como si se vieran a través de un cristal de aumento». Lem no quería estudiar Francés, y encontró un magnífico método contra mademoiselle, como los protagonistas del libro Método contra Alcibíades, de Niziurski.
Mademoiselle adoraba los chismes sobre quién se casaba y quién se divorciaba. Lem le contaba historias inventadas sobre sus numerosos tíos y tías, mientras la convidaba a cócteles que él mismo preparaba con bebidas robadas de la alacena de su madre. «En verdad, es raro que después de todo eso sea capaz de leer un libro en la lengua de Molière», observa Lem.
También se describe a diferentes personas sin relación parental con las que Lem tenía contacto en la casa familiar: la lavandera, la costurera, la criada, la cocinera. Pero tan pronto como damos un paso más para acercarnos al escritor y comenzar a estudiar a sus parientes, la imagen se desdibuja.
En El castillo alto, como en otros textos autobiográficos, muchas veces aparecen tíos y tías, pero rara vez tienen nombre, rara vez tienen rasgos característicos. Con frecuencia, Lem se refiere a ellos precisamente en plural, como «tíos y tías»; ni siquiera sabemos cuántos eran ni cuál era su relación. Tan solo basándonos en las declaraciones del propio Lem nos resulta imposible confeccionar lista alguna.
Tienen nombre «el primo Mietek» (con el cual Staszek se dio de golpes por la insólita ofensa de «haberle mostrado la pierna»), «la tía Niunia», y también «el tío Mundek, marido de la tía Hania, de la calle Wolności» (quien compartía con el padre de Lem la pasión por atrapar el sonido de lejanas emisoras en una radio marca Erics- son, aunque lo que más oían eran «poderosos silbidos, rugidos y eléctricos maullidos de gatos»).
«La tía de la calle de los Jagellones» no tiene nombre, pero en El castillo alto nos enteramos de que, junto a su casa, el pequeño Staszek se llevó un susto de muerte por culpa de un pavo agresivo. Y, además, que la tía tenía eine feine Stube, es decir, un salón elegante al cual no se le permitía entrar, lleno de recipientes y golosinas con fines meramente decorativos. El niño tomó la prohibición como un desafío, y en cuanto pudo se escurrió y se internó en la sala para hundir los dientes en una fruta de mazapán… solo para descubrir que, después de años de estar ahí, el mazapán se había petrificado y ya no era comestible. Fue «una de las mayores decepciones de (su) vida».
Pero a la tía en cuestión se le otorgó un nombre unos buenos treinta años después de la publicación de El castillo alto. En el reportaje que concedió a Tomasz Fiałkowski, Lem dijo que se llamaba Berta y que era la madre de Marian Hemar. En la década de 1960, hablar de Hemar no hubiera tenido sentido: la censura lo habría impedido (o el libro directamente no habría aparecido).
La imagen se vuelve borrosa del todo cuando damos el último paso hacia el núcleo de ese átomo, cuando observamos a las dos personas más cercanas al pequeño Staszek, sus padres. En base a sus memorias podemos imaginarnos a los maestros, los compañeros, los profesores particulares, los tenderos, las lavanderas y las cocineras. Sabemos qué voz y qué aspecto tenían. ¿Pero cómo era la voz de su padre? ¿Qué aspecto tenía su madre? O incluso más sencillo, ¿cuáles eran sus nombres? El castillo alto no desvela nada de esto, sus otras memorias tampoco. Sobre la madre, práctica- mente, solo sabemos que existía. Como una deidad telúrica de alguna mitología antigua, no desempeña ningún rol en la narración, aunque siempre está presente en el fondo, de forma silenciosa: ella es quien personifica todo lo material. En cambio, el padre es como una deidad olímpica, un señor sobrenatural que a veces envía generosos obsequios al pequeño Staszek, y otras, emite prohibiciones incomprensibles. Es difícil imaginarlos como personas de carne y hueso en base a esas parcas descripciones.
Pero dejemos ya esas metáforas y pasemos a lo que sabemos con seguridad sobre los padres de Lem. Se llamaban Samuel Lem y Sabina Wollner, y se casaron el 30 de mayo de 1919.12 El mero nombre del padre alcanza para explicar por qué Stanisław Lem era tan reservado sobre el tema de sus padres: de hecho, evitó hablar de sus raíces judías durante toda su vida.
Por lo menos desde 1904,13 Samuel Lem usaba la versión polaca de su apellido, pero sus parientes firmaron como «Lehm» hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial. De tanto en tanto él también lo escribía así, probablemente para que no hubiera inconsistencias en los documentos que firmaban.
Hacia 1939, eran varios los Lem y los Lehm que vivían en Leópolis. Hersz o Herman Lehm, padre de Samuel, tenía siete hermanos, lo que hace que sea prácticamente imposible averiguar la identidad de todos los «tíos y tías» de El castillo alto, sobre todo porque —sospecho— una parte de ellos no eran parientes, sino simples «amigos de la casa». Sin embargo, se sabe que tenían sus diferencias en cuanto al tema de la asimilación. Algunos mantenían la identidad judía, mientras que otros se consideraban polacos de origen judío, precisamente como Samuel Lem, lo que explica la elección del nombre de su primogénito. ¡Stanisław! ¿Por qué no Adam o Piotr? ¿Por qué un nombre —como Wojciech o Jadwiga— que remite a Europa Central de forma inequívoca, incluso si se sustituye por su equivalente occidental? No fue una elección casual, fue una clara declaración de identidad polaca.
En 1918, un médico militar austrohúngaro, como lo era el doctor Samuel Lem, tenía muchas opciones y posibilidades, tanto para trabajar como para vivir. En tiempos de paz y relativa estabilidad, se asume la nacionalidad y la ciudadanía como algo que no se puede modificar, pero hace cien años esto no era así para los habitantes de Europa centro-oriental. Como resultado de la Gran Guerra, muchos de los países de la legión se vinieron abajo como castillitos de naipes. De un día para otro los pasaportes de sus habitantes dejaron de tener validez. De manera intencional o no, todos tuvieron que elegir a qué país pertenecían, y con frecuencia —a causa de la falta de criterios objetivos— esa elección era arbitraria.
Sirva de ejemplo el caso de los hermanos Szeptycki. Uno de ellos, Andrzej, obispo de la Iglesia Uniata, pasó a la historia como líder espiritual de los ucranianos. A su hermano Stanisław se le recuerda como el líder polaco que defendió Vilna de los bolcheviques. Seguramente, unos años antes, a los hermanos Szeptycki les hubiera divertido el vaticinio de que sus nombres serían escritos con letras de oro en la historia de dos países enemistados entre sí.
En mi generación hubo muchas historias sobre cómo en 1918 o 1945 nuestros padres o abuelos debieron enfrentarse a decisiones similares. Era frecuente que la historia se acompañase de un tono de reproche dirigido hacia los antepasados que, entre todos los pasaportes que habían tenido para elegir, ¡se decidieron justo por el polaco!
Muchas familias cultivaban alguna leyenda familiar acerca de una tía o un tío a quienes los vientos de la guerra habían llevado hasta Occidente. A veces venían de visita, vestidos de tweed y con olor a Old Spice, dando a entender, prácticamente con cada uno de los cinco sentidos, que llegaban de otro mundo, de uno mejor, concretamente. Con gran generosidad nos daban unos dólares o marcos de Alemania Occidental, que para nosotros eran tesoros, porque sabíamos que en ciertas tiendas especiales nos permitirían comprar manjares excepcionales: una lata de 7UP, una cajita de chicles Wrigley’s Spearmint o incluso (¡oh!) un frasquito de Nutella. Y el que no tenía un pariente así, fantaseaba con tenerlo. También lo hacía el Stanisław Lem adulto. Había oído decir a su padre que un miembro de la familia la había deshonrado y que, por lo tanto, debió emigrar a Estados Unidos para salvarse. Desde entonces, Stanisław Lem no dejó de esperar la llegada de un telegrama que le notificase que recibiría una cuantiosa herencia, y aburría a su esposa y a su entorno más cercano con esa broma, que, según admitía, «parecía casi una obsesión».
Después de la Primera Guerra Mundial, casi nadie esperaba que se desatara otra contienda en tan poco tiempo. Después de la Segumda, en cambio, se esperaba que la tercera fuera inminente, pero esta nunca ha llegado (toco madera). Como consecuencia, las experiencias infantiles de la generación de Stanisław Lem fueron radicalmente distintas de las mías —presumo— y de las de la mayoría de sus admiradores en la República Popular de Polonia. A mí me educaron con la sensación de que todo aquello que nos rodeaba era precario. La escuela, los adultos y la cultura pop me enseñaron a esperar siempre una guerra o un levantamiento, donde, una vez más, todo que- daría destruido, como ya había pasado dos veces en ese siglo.
A Lem lo educaron en «un orden férreo, imperturbable» (como el mismo lo definió en su conversación con Fiałkowski). Durante sus primeros dieciocho años le parecía evidente que había tenido la suerte de venir al mundo y de vivir en la mejor ciudad que la Tierra podía ofrecer. No tuvo tiempo de conocer otras urbes, y parece que no le interesaba demasiado: la manera en la que su padre satisfacía sus deseos permite adivinar que, si el pequeño Staszek hubiera insistido en ello, habría podido viajar a Cracovia o Varsovia sin ningún problema. Sin embargo, el padre ni siquiera le dejó ir a París en un viaje escolar, pues argumentó que ir tan lejos sería peligroso.
Todo eso hace que lea con mucho escepticismo, por ejemplo, un fragmento como este de El castillo alto: En aquellos días, de todos los espectáculos y monumentos que po-dían admirarse en Lvov, la confitería de la calle Akademji era lo que más me atraía. Debía de tener buen gusto, pues hasta entonces nunca había visto tantos pasteles en un aparador. Se trataba de retablos vivientes sobre monturas metálicas que cambiaban varias veces al año, telón de fondo para unas poderosas estatuas y figuras alegóricas de mazapán. Algunos artistas de renombre, los Leonardos de la confitería, materializaban sus visiones en el escaparate, y especialmente antes de Navidad y de Pascua, con prodigios de dulce de almendras y de chocolate: los Santa Claus de azúcar, con sus sacos rebosantes de golosinas, tirando de los trineos de renos, y las bandejas de entremeses de gelatina de carne o de pescado, con su capa de azúcar glaseado y rellenos de mazapán, y todo lo que cuento es información de primera mano. Hasta las rodajas de limón en la gelatina eran verdaderas esculturas de confitería. Recuerdo aquellos cerditos rosas con ojos de chocolate, y todas las variedades de fruta, de setas, de carne, de plantas; y había también bosques y campos, como si Zalewski fuera capaz de reproducir un cosmos completo de azúcar y chocolate; sus soles eran almendras peladas; y sus estrellas, almendras garrapiñadas.
Cuando leí por primera vez esas palabras, la declaración «la con- fitería de la calle Akademji era lo que más me atraía» me hizo des- confiar; por aquel entonces yo era un niño que devoraba con avi- dez todos los libros de Lem que pudiera encontrar en la biblioteca de mi casa, en las bibliotecas de mis amigos del barrio, y finalmen- te en las bibliotecas de la escuela, del vecindario y de los lugares que visitaba durante las vacaciones. Me parece que me lancé sobre El castillo alto en la biblioteca del barrio, y fue al mismo tiempo mi primer contacto con el fenómeno de una Leópolis polaca, llamada Lwów.
Previamente, la información de que antes de la guerra había habido dos ciudades grandes que habían dejado de ser polacas como consecuencia del cambio de fronteras después de 1945 para mí era poco más que una curiosidad geográfica. El castillo alto la llenó con un aroma concreto, un aroma que se propagaba desde el salón de fumadores del café de la calle Chopin, desde la escenografía ro- mántica del Jardín de los Jesuitas o desde, precisamente, esas des- cripciones de la confitería, a la cual querría trasladarse de inmedia- to cualquier niño (de cualquier edad) que leía ese libro.
¿De verdad la vidriera de la confitería de Zalewski había sido tan bella como se describía en el libro? Yo crecía con la profunda con- vicción de que las cosas más bellas estaban fuera de Polonia. Estas se hallaban en algún lugar donde se desarrollaba la acción de las películas occidentales, sobre todo las estadounidenses. Esa convic- ción es ajena, por ejemplo, a la generación de mis hijos, pero hasta el día de hoy sigo sin saber cómo liberarme de ella.
La autobiografía de Lem, El castillo alto, fue publicada en 1966, cuando su cotidianeidad era más o menos como la describí en el prólogo. No excluyo que tecleara en su máquina de escribir las pa- labras sobre el mazapán de Zalewski y el jalvá de Kawuras sintien- do todavía en la boca el sabor de la barrita que se había comido a escondidas en el sótano.
Las verdulerías en las cuales se proveía Lem de golosinas eran unas tiendas rarísimas, que aprovechaban el relativo liberalismo
de las autoridades de la República Popular de Polonia (RPP) para vender frutas y verduras. Funcionaban pues de un modo casi capi- talista. Tenían a una especie de propietario (en rigor, un «agente», o lo que es lo mismo, un arrendatario), que comerciaba con lo que podía. Sobre todo, con frutas y verduras, que eran la base legal de su actividad, pero también con chupachups, «helados calientes», zumo de naranja (en polvo y en botellas con una característica tapa reusable), especias, refrescos y cápsulas de dióxido de carbono, que servían para hacer soda en casa.
Cuando leí Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz, me imaginaba una tienda como esa, porque era el equivalente más próximo a mi experiencia cotidiana. «Débilmente iluminada, os- cura y solemne, por dentro se olía un profundo aroma a pintura, a lacas, a incienso, a perfumes de países lejanos y a materiales raros»: hoy, desde luego, yo también entiendo qué errónea era esa imagen de las tiendas color canela según el modelo de las casetas de tablas mal clavadas de la RPP (el agente no tenía motivos para invertir en el negocio, dado que oficialmente no era el dueño).
No puedo remediarlo, soy un vástago de la RPP. Incluso me de- fenderé sosteniendo que eso me ayuda a comprender varios de los hilos narrativos de la prosa de Lem, quien escribió la mayor parte de su obra, precisamente, durante ese régimen, entre la caseta de verduras y la de carnes, entre peticiones para recibir una lavado- ra y peleas por conseguir repuestos para los electrodomésticos. Sin eso no comprenderemos, por ejemplo, los cuentos del piloto Pirx (sobre todo «Ananke», que traslada a Marte la realidad típica de las investigaciones socialistas), o la compleja relación entre el gobierno y los intelectuales que aparece en La Voz del Amo, o sobre todo en El profesor A. Dońda.
Pero precisamente mi condicionamiento con la RPP hace que sienta desconfianza hacia descripciones tan entusiastas de la Segun- da República, como el citado fragmento de El castillo alto.
Lem afirma que nunca había visto vidrieras decoradas «con tan- ta magnificencia». Escribió estas palabras después de sus primeros
viajes por Europa, que fueron bastante modestos. No conocía los legendarios escaparates del Harrod’s londinense, ni las tiendas de la Quinta Avenida neoyorquina. Si los hubiera visto, ¿habría man- tenido su admiración por las vidrieras de la Leópolis de antes de la guerra?
Cuando por fin visité dicha ciudad, para seguir allí las huellas de Lem, le creí. Fue mi primer viaje a esa urbe. Ante todo, no es- peraba encontrar rastro alguno del autor, porque, después de tan- tos años, ¿qué podría haber quedado de la Leópolis de antes de la guerra? A decir verdad, de la ribera derecha de la ahora Polonia solo había permanecido la red de calles y, por lo demás, bastante modificada.
Pero no importaba, porque amo recorrer lugares que no exis- ten. Hasta hice de eso algo así como una miniespecialización en mi trabajo como periodista. Caminos que ya no están en los mapas, ciudades que nunca existieron, o que la fantasía de un escritor o cineasta ubicó en algún lugar… En esto coincido con la máxima budista: «el viaje en sí es el premio»; me gusta viajar a esos lugares, incluso si sé que no tiene sentido.
Viajé a Leópolis, provisto del tomo I de la guía de Europa del doctor Mieczysław Orłowicz, que incluye Europa oriental y cen- tral (Rusia, Austria-Hungría, Alemania y Suiza) de 1914: un libro con el que me encanta viajar por Europa central. Sobre Leópolis, Orłowicz escribe lo siguiente:
Leópolis. Antigua capital de Rutenia Roja, fundada en el siglo xiii; durante el reinado de Casimiro el Grande pasa a manos de Polo- nia. En la actualidad es la ciudad principal de Galitzia, sede del virrey, de la legislatura regional, del arzobispo latino, del obispo uniata y del arzobispo del rito armenio. Leópolis cuenta con 210 000 habitantes, 120 000 polacos, 60 000 judíos, 25 000 rutenos, 5 000 alemanes. La impresión que causa es de absoluta modernidad, ya que son muy es- casas las construcciones anteriores al siglo xvii.