Un verdor terrible recoge las aventuras sin parangón de la ciencia contemporánea, que a partir del siglo XX nos instaló de pleno en un mundo que “hemos dejado de entender”, rebasando los límites de la racionalidad cartesiana (“tres más dos eran cinco, pero dos más tres podían sumar diez”) y que, a pesar de nuestra perplejidad creciente y de los graves síntomas, cada vez más preocupantes sobre el cambio climático en curso, no para de avanzar.
Ciudad de México, 16 de julio (MaremotoM).-Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) es el autor de Un verdor terrible (Anagrama, 2020), libro que rehúye las etiquetas y que a un año escaso de su publicación va por la tercera edición, a la vez que acumula traducciones en una veintena de idiomas, entre ellos el chino.
Cosmopolita de pasaporte chileno, Labatut ha conseguido reunir y sintetizar, en escasas doscientas páginas, toda la perplejidad, desasosiego, incertidumbre y desconfianza que generan las nuevas teorías físicas y matemáticas nacidas a partir de los extraordinarios descubrimientos de Albert Einstein y, que nos han conducido tanto a los enigmas de la mecánica cuántica y la revolución comunicativa de Internet, como a la bomba de hidrógeno y al misterio mayor que representan los agujeros negros.
Todo esto, expresado de una manera diáfana y cristalina, gracias al dominio de una prosa elegante y subyugadora, no muy alejada de la más auténtica poesía, todo ello fruto de un proceso de investigación riguroso que demuestra un amplio conocimiento de causa por parte del autor.
De este modo, se reúnen en este volumen cuatro relatos y un epílogo en donde los grandes protagonistas son algunos de los científicos y matemáticos de mayor renombre de la historia contemporánea. Desfilan por estas páginas, entre otros genios, Fritz Haber, premio Nobel de Química en 1912, creador de los fertilizantes sintéticos que transformaron la producción de alimentos a nivel mundial, pero también de las primeras armas químicas de destrucción masiva que, algunos años después, fueron usadas para exterminar a millones de personas, entre ellas su propia familia y amigos, en las cámaras de gas del nazismo; Karl Schwarzschild, físico que bajo las bombas del frente de batalla en la Primera Guerra Mundial, no solo fue capaz de resolver las complejísimas ecuaciones planteadas por Einstein en la Teoría de la Relatividad, sino que fue el primero en vislumbrar, lleno de espanto y temor, uno de los hallazgos más desconcertantes de la Física contemporánea: el descubrimiento de los “agujeros negros”, monstruos galácticos definidos como “abismos sin escape, separados para siempre del resto del universo”; Alexander Grothendieck, matemático que revolucionó dos veces durante el siglo XX la forma de entender el espacio y la geometría, en cuyas investigaciones intentó abarcar la comprensión de los fundamentos mismos en que se asientan los números, y que habría encontrado “el corazón del corazón”, “una extraña entidad que Grothendieck había descubierto en el centro de las matemáticas y que lo habría desquiciado por completo”; Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg, premios Nobel de Física en 1933 y 1932, respectivamente, protagonistas durante dos décadas de un enfrentamiento colosal en el cual sostenían dos versiones diferentes para la interpretación y explicación de la mecánica cuántica, pero donde ambos, por diferentes caminos, se reencuentran de pleno en las aguas pantanosas, confusas y sombrías del Principio de Incertidumbre.
Seguramente, el primer mérito de este libro, y el más sobresaliente a simple vista, sea el de poner al abasto del lector unas historias cuyas características son tan profundamente complejas. De hecho, son tan complejas que, según declaran los propios investigadores, físicos y matemáticos que han dedicado una vida entera a trabajar en estos terrenos, ni siquiera ellos las acaban de entender del todo. Gracias al relato sensible y apasionado de Labatut, podemos seguir el hilo conductor de estos descubrimientos misteriosos, de la mano de las peripecias personales y afectivas de sus propios creadores, que se vieron muchas veces arrastrados al borde de la desesperación y la locura, por el peso endemoniado de estas conjeturas y cálculos matemáticos que no solo transformaron totalmente nuestra forma de ver y entender el universo y el mundo subatómico, sino que revelaron fuentes de poder y de energía capaces de exterminar la vida a escala industrial y arrasar en un segundo ciudades enteras.
En este sentido, el peso moral que estos científicos arrastrarían es demoledor, ya que como afirma el autor, “los átomos que despedazaron Hiroshima y Nagasaki no fueron separados por los dedos grasientos de un general, sino por un grupo de físicos armados de un puñado de ecuaciones”.
Y aquí es donde radica el mérito mayor de esta obra, precisamente, en su lectura moral. Para analizar la trayectoria vital de muchos de los científicos retratados en este libro, se podrían recordar las palabras contenidas en el Eclesiastés: “Quien añade ciencia, añade dolor”. Fritz Haber no sabría que su familia y amigos finalmente se enfrentarían al destino paradójico de ser víctimas de sus descubrimientos, pero antes de esa desgracia, tuvo una advertencia previa que, de haberla obedecido, habría salvado su alma para la eternidad: su propia esposa y madre de sus hijos le advirtió de la inmoralidad flagrante de sus experimentos con gases letales, y ante el caso omiso que él hizo de su justa reclamación, agobiada por la vergüenza y el horror, se quitó la vida en el jardín de su casa. Pero ni siquiera eso disuadió a Haber de continuar trabajando hasta patentar el terrorífico pesticida Ziklon, que fuera luego la herramienta más sofisticada del genocidio nazi.
La preocupación moral fue la que también motivó a Grothendieck a abandonar definitivamente las matemáticas, a entregarse al aislamiento social, a militar como apasionado defensor de la causa ecologista y a abrazar el misticismo, prohibiendo toda difusión de su obra matemática anterior, que le había valido en 1966 la Medalla Fields, considerada como el Nobel de las Matemáticas. Su ejemplo fue seguido por su discípulo, el enigmático sabio japonés Shinichi Mochizuki, que habría resuelto en 2012 el poderoso enigma a+b=c, y que, en lugar de desarrollar una carrera brillante, prefirió aislarse del mundo y entregarse al silencio. ¿Por qué? Supuestamente, porque la naturaleza de los descubrimientos de estos sabios, sería profundamente peligrosa para el ser humano y la vida en la tierra, y decidieron que no conviene que nadie acceda a estos conocimientos.
Y lo mismo para el caso del físico Karl Schwarzschild, quien, aplicando la misma regla física que le permitió descubrir los agujeros negros a la frágil y convulsa psicología humana, vislumbró el desarrollo de la ideología nazi y el advenimiento de Adolf Hitler al poder, que posteriormente desencadenaría la mayor tragedia jamás vivida por la humanidad. De la misma manera en que en el interior de un agujero negro todos los principios conocidos de espacio y tiempo dejan de tener validez, transformándose en un punto ciego del cual ya nada, ni la luz, pueden volver a salir, ¿podría lo mismo pasar en el desarrollo de las sociedades humanas? Schwarzschild habría planteado que “si ese tipo de monstruos eran un estado posible para la materia (…) ¿tendrían un correlato en la mente humana? Una concentración suficiente de voluntades, millones de seres humanos sometidos a un solo propósito, sus mentes comprimidas en el mismo espacio psíquico, ¿desencadenarían algo parecido a su singularidad? Schwarzschild no solo estaba convencido de que era posible, sino que ocurriría en la Vaterland”. Por esa razón el eminente físico habría muerto lleno de espanto y miedo, no solo afectado por las tenazas de la enfermedad que atacó su cuerpo.
En conjunto, Un verdor terrible recoge las aventuras sin parangón de la ciencia contemporánea, que a partir del siglo XX nos instaló de pleno en un mundo que “hemos dejado de entender”, rebasando los límites de la racionalidad cartesiana (“tres más dos eran cinco, pero dos más tres podían sumar diez”) y que, a pesar de nuestra perplejidad creciente y de los graves síntomas, cada vez más preocupantes sobre el cambio climático en curso, no para de avanzar, como en una carrera atronadora, hacia nuevos descubrimientos asombrosos en todos los terrenos, haciéndonos dudar incluso sobre nuestra propia identidad humana. Con la pericia de un viejo lobo de mar, Labatut conduce su navío a las aguas siempre fascinantes de la alta literatura, y nos invita a mirar, como decía Gustav Meyrinck, “las formas viejas con ojos nuevos”.