Pasaron muchos años antes de que realmente me enterara de que Peanuts era obra de un escritor. Como todos los niños, tenía la idea de que las historias ahí estaban y que más bien uno se topa con ellas. Es una linda ilusión, si me lo preguntan: historias que flotan como bombas de jabón que los niños van persiguiendo por Chapultepec.
Ciudad de México, 23 de agosto (MaremotoM).- Escribir para este blog ha sido una forma de viajar en el tiempo. Como se trata de compartir las lecturas que de algún modo han marcado mi vida, ya sean las que estoy haciendo justo ahora o las que hice hace mucho tiempo, el safari por mis libreros alimenta este espacio. El viaje me ha llevado, ustedes lo saben, varias veces a mi infancia, a visitar a los viejos amigos. Y hoy me toca visitar a Charlie Brown y Snoopy.
Cuando era niña pasaba mucho tiempo a solas. No era (y no soy) muy sociable y la diferencia de edades con mis hermanos era mucha. Mientras ellos jugaban futbol americano, yo estaba en el carro de mi mamá viendo la tarde pasar, según haciendo la tarea, aunque la verdad no recuerdo haber entregado una sola tarea en la primaria.
A mis papás les parecía mal que pasara tanto tiempo a solas, pero lo respetaban. Cada niño es un universo y que uno lo haya parido y crecido ni significa que lo conozca al dedillo. Yo era rara como un perro verde, me podía pasar horas cantando el jingle de la catsup de La Costeña (¡Es puro tomate lo que a ti te late!; mi oído musical siempre ha sido un asco). A los niños del colegio les parecía una bestia salida de la alcantarilla y no ayudaba que tuve una época en la que me hacía pipí en la ropa.
Como tampoco es que fuera muy deportista, a mi papá se le ocurrió que podía convertirme en una lectora. Y un día llegó con varios libros de Peanuts.
Debo haber tenido unos 5 años. Leía apenas y era muy introvertida. No sé por qué mi padre pensó que era buena idea llevarme unas tiras cómicas gringas cuyo humor muy seguramente me eludiría, pero le atinó.
Snoopy y Charlie Brown (“Carlitos”, como se llamaba en aquellos libros) me hacían reír. Usaban un español extraño, pues la traducción era argentina, pero eso me hacía gracia. Me gustaban tanto las tiras cómicas de Snoopy y “Cabeza Bola” Brown que le hice el mejor homenaje que puede hacerle un niño de edad escolar: las coloreé. Todavía guardo con cariño esos libros alargados, horizontales, en los que se recogían años de tiras de Peanuts.
Soñaba con tener amigos tan buenos con Linus, que reflexionaba siempre para darle la visión más optimista y filosófica al siempre preocupado Charlie. Lucy, la terrible Lucy, en ocasiones psiquiatra de Charlie, me hacía pensar en las maestras de la escuela que siempre me estaban acosando para que fuera más normal. Me identificaba con Peppermint Patty, la niña de sandalias y short que decía siempre lo que pensaba y odiaba la escuela. Pig Pen, el niño siempre sucio, me consolaba con su buen ánimo y me ayudaba a lidiar con el rechazo de mis compañeritos de escuela que se burlaban de mí cada vez que no podía evitar que la orina resbalaba por mis piernas.
Y Snoopy, por supuesto, el beagle invencible.
“Era una noche oscura y tormentosa” escribía cada vez que quería mandar un manuscrito a una editorial para recibir rechazo tras rechazo. Ah, el Snoopy escritor. Snoopy, perdido en su imaginación canina, muy por encima en inventiva que la de los niños que lo rodeaban, era mi placer. Siempre hojeaba los libros de Peanuts buscando las tiras en las que Snoopy era la estrella; Snoopy es el amo.
Pasaron muchos años antes de que realmente me enterara de que Peanuts era obra de un escritor. Como todos los niños, tenía la idea de que las historias ahí estaban y que más bien uno se topa con ellas. Es una linda ilusión, si me lo preguntan: historias que flotan como bombas de jabón que los niños van persiguiendo por Chapultepec.
Charles M. Schulz fue el creador de Peanuts. Cuando conocí su historia muchas cosas cobraron sentido, como si completara un ciclo mitológico con mi propia infancia. Schulz, conocido por sus cercanos como Sparky, fue un niño muy solitario que solo encontraba solaz en el beisbol y su perrito. Como Charlie Brown, Schulz siempre se sentía inadecuado. Cuando comenzó a dibujar decidió crearse a sí mismo una pandilla de amigos; los amigos que no tenía en la vida real. De ahí la ternura de sus personajes, niños que siempre son más inteligentes que los adultos (nunca apareció un solo adulto en la tiras de Peanuts), y que están llenos de una sensibilidad inocente que tiene alcances insospechados. Puedo decir que Peanuts es mi libro favorito de filosofía.
Conocí a Mafalda ya de adulta. Muchos de mi generación crecieron leyendo a Quino, yo no. Mis amigos de la universidad con dengues izquierdistas me decían que Mafalda era la realidad latinoamericana. Será, pero yo siempre sentí a Mafalda como una niña regañona. En Peanuts los personajes saben poco de la vida y no le dicen a nadie cómo vivirla. Y he aquí un hecho: a Quino le encantaba Peanuts. Imposible no leer a Mafalda y ver ahí el espejo de Charlie y la pandilla.
Como les había contado, agosto es un mes especial para mí. Cumplo años y siempre viajo a mi pasado en estas fechas para hacer una exploración de quién soy y qué quiero para el próximo año. Este agosto decidí acompañarlo de Peanuts, pues mi mamá tuvo el gran detalle de regalarme la colección completa de la tiras cómicas de Schulz.
No puedo sino sentir ternura por la niña que fui. Charlie, Snoopy, Linus, Peppermint Patty… Todos son mis amigos y espero mantenerme siempre chiquita como ellos. Quiero acodarme en un barda y filosofar sobre el amor, el beisbol y la vida.
Fuente: La libreta de Irma / Original aquí.