Dross

Entre el horror y el humor negro: Dross escribe Escape

“A veces nos preguntamos qué piensan nuestras mascotas de nosotros. Este es un libro de humor negro, al igual que mi libro anterior, El Festival de la Blasfemia y es un homenaje a mis lectores, a los que me conocieron en mi blog”, dice.

Ciudad de México, 25 de noviembre (MaremotoM).- Draco es odioso. Es un ser despreciable, incorregible, abominable. Por golpe del destino o castigo celestial, deberá salir a la calle e intentar sobrevivir a los enemigos que se ocupó de cultivar durante años.

Draco tiene hambre y está solo. ¿Logrará escapar a la sentencia de muerte que yace sobre su hedionda existencia?

Sobre todo esto escribe el venezolano Ángel David Revilla (alias Dross o DrossRotzank), nacido en 1982, quien vivió en San Isidro, una localidad de Buenos Aires y miraba a la gente pasear sus perros, cuando llegaba del trabajo y le inspiró esta historia.

“Claro, con un toque pícaro, de humor negro”, aclara el también autor de Luna de Plutón y que hoy, con Escape se atreve a una imaginación desbordada, terrorífica, eso sí.

“A veces nos preguntamos qué piensan nuestras mascotas de nosotros. Este es un libro de humor negro, al igual que mi libro anterior, El Festival de la Blasfemia y es un homenaje a mis lectores, a los que me conocieron en mi blog”, dice.

Dross es un creador de contenidos de horror, está enamorado de ese género y como tal sus libros se basan en esas historias y hoy lleva vendidos más de doscientos cincuenta mil ejemplares en el mundo y cuenta con una comunidad que supera los veintiún millones de seguidores.

“Mucho de lo que yo soy está en el libro Escape. La realidad a veces tiene un horror terrible y me cuesta escribir sobre eso. Mi antihéroe Draco lo que realmente logra es sobrevivir. En su caso sobrevivir es para contarlo al otro día, a pesar del karma que lo persigue. Para mí sobrevivir es crear, escribir es vivir”, afirma.

Sus autores de horror favoritos son Lovecraft y entre los más actuales Anne Rice, Ramsey Campbell, Jay Hanson, Agatha Christie, Stephen King.

“Me tiene sin cuidado que la alta literatura no considere al género de terror. Lo que hago es más de estilo masivo y ayuda mucho a la literatura. Harry Potter ayudó muchísimo a la literatura y finalmente ocupa un lugar muy importante. Yo escribo desde algo tan íntimo, tan vital, que escribo para mi audiencia”, afirma.

“Las emociones son profundas e intensas y nacen de la literatura. Tengo una relación muy estrecha con la audiencia, pero cuando se paran las redes sociales es un alivio para mí. Las redes son una forma de trabajo y marcan la pauta a las editoriales grandes”, concluye.

Dross
Escape, editado por Planeta. Foto: Cortesía Facebook

I

Ninguna vida debe ser tomada a la ligera. Aquellos a quienes vemos a los ojos cuando bajamos la cabeza son seres más complejos y, aunque no lo creas, más pensantes de lo que estás dispuesto a creer.

¿Arrogancia? ¿Maldad? ¿Apatía o simple descuido? Todas estas condiciones existen en cada persona, y de hecho más de una habita en cada quien. Son como las cuatro estaciones que merodeamos en el ciclo de la vida, el cual no hay que apresurarse a entender, pero del que no hay excusas para no aprender.

Enterate y nunca olvides que aquellos a quienes el hombre ha considerado como sus mejores amigos son seres más interesantes de lo que imaginás…

Los perros, esos guardianes eternos. Centinelas por naturaleza.

Nadie lo sabe pero debería: a veces, aquel que más lo ama a uno es su perro. Muchos que han vivido junto a ellos y los han visto morir comprenden que si al final de todo hay un túnel para llevarnos a otra parte, quien nos estará esperando al otro extremo probablemente sea ese amigo fiel con quien alguna vez compartimos una parte de nuestra vida.

Y de no ser así, para muchos ese lugar no podría ser llamado cielo.

II

Los perros tienen reglas muy importantes, ineludibles e inalterables en la laguna del tiempo. Tanto es así que muchos piensan que vienen impresas en su código genético, pues cuando un perro pasa frente al hogar de otro, y este ladra, gruñe y muestra sus colmillos, nuestro amigo, a quien estamos paseando, no se enoja. No se enoja ni aunque los ladridos lo tomen por sorpresa y lo asusten porque sabe que su colega está haciendo su trabajo, cosa que respeta, admira y, más aún, espera. Tal es la vida del perro doméstico, estas son sus reglas.

Un ladrido de amenaza, un gruñido feroz lanzado tras unos barrotes que separan lo sagrado, el territorio, no son sino gajes del oficio. Y el que está afuera lo entiende: debe hacerlo. Muy en el fondo incluso se enorgullece porque se identifica.

Y como tienen un olfato extraordinario, cientos de veces más potente que el de nosotros, lo que les da un manejo de la realidad diferente, sus gruñidos amistosos son verbos y los sonidos, sinónimos; puede decirse que poseen un sistema para saludar y hablarse.

Así que ahora sabemos que cuando un perro está paseando por la calle con su amo, y le ladran desde una casa, el guardián no está buscando pelea, sino haciendo su trabajo: advertir que esa casa está cuidada. El otro, al darse vuelta y ver a los ojos a este guardián, lo saluda con un gesto afirmativo, solemne y orgulloso.

Este siempre es el caso. Salvo una vez…

Una vez que, se cree, debió haber sido la única, la primera en toda la historia de los perros.

III

El anciano miró al cielo y suspiró. Sus pulmones no podían tomar tanto aire como antes y le pesaba. No alcanzaba ese pequeño espacio extra que hace la diferencia.

Ni en sus mejores momentos había podido respirar así cada vez que quería, pero este año podía hacerlo cada vez menos, y como tantas cosas que últimamente venían pasando, lo identificaba con el advenimiento del fin…

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Se llevó la mano a la gabardina y acarició suavemente los botones, a la vez que aferraba la correa con la que lleva- ba a su mascota, que iba por lo menos dos metros delante de él tirando y haciéndole la vida difícil. El frío traducía su aliento en vapor.

Pasaban frente a una casa y lo de siempre sucedería: el enorme perro blanco abandonaría la esquina y vendría corriendo…

Una tormenta de ladridos feroces traspasó la reja, Draco contestó:

—¿Por qué no te vas a la concha de tu hermana?

El animal abrió los ojos como platos; el anciano seguía caminando a duras penas, ajeno al idioma canino…

—¿Pero vos te volviste loco? —contestó el perro blan- co, con un gruñido.

—Loco las pelotas. Andá a ladrarle a la forra que te remilparió.

Mitad furia, mitad incredulidad, el animal se deshizo en ladridos. Se escuchó al mismo tiempo la voz del golden retriever que vivía en la casa de atrás:

—¡No le prestes atención, Tango! ¡Draco es un hijo de puta! ¡No merece ser llamado perro!

—¡Está loco! ¡Mal de la cabeza! ¡¿Qué te pasa?! Draco replicó con desprecio:

—Andá a chupar pija.

No tardaron en pasar por la reja de otra casa. Un alaskan malamute se acercó y empezó a gruñir.

—¿Por qué no vas y te metés una manguera por el orto?

El animal entrecerró los ojos, su mirada azul se hizo más eléctrica. Obviamente tenía el disgusto de conocer a Draco…

Empezó a ladrar.

—Callate, ridículo.

—Siento pena por tu dueño —siseó, durante una pe- queña pausa.

—¿Este viejo forro al que llevo?

—Sos una basura, Draco.

—Pero andate un poquito a la mierda, ¡por favor!

El «por favor» lo extendió en una larga y odiosa fila de erres.

Doblaron. El vigilante de la casita intercambió un saludo afectuoso con el anciano. No tardaron en pasar frente a una quinta; esta vez los recibió una hermosa collie de un pelaje bronce tan brillante que parecía plata.

—Andá al garaje, forra.

La dama ladró con mayor fuerza, más para no escuchar a ese ser a quien consideraba ruin que por la furia que le producía…

—Cómo jodés, negra, ¿por qué no te callás el hocico?

—¡¿Por qué no te callás vos, perro anormal?! —ex- plotó—. ¿Es que acaso no te das cuenta de lo que estás haciendo? ¿Del pecado que cometés?

—¡Pero andá a cagaaaar, mamá!

Hubo una respuesta traducida en ladridos que no le sirvió de nada, pues desafortunadamente alcanzó a escu- char el miserable comentario final:

—Tenés esa concha más caliente que tubo de colectivo.

La pareja de perros de la otra calle, indignados, se pusieron a ladrar. Poco o nada sabían los humanos que sus canes estaban teniendo una disputa de connotaciones tan serias como para ellos lo eran la política y la religión.

Doblaron por otra cuadra, de calle estrecha y casas más pequeñas. Los perros de ambos lados hacían su trabajo, con disgusto, porque ya conocían al individuo que la atravesaba…

Se subieron sobre la vereda. El anciano estaba agota- do. Intentó respirar sin éxito. Sentía los propios latidos de su corazón y, como Draco lo apuraba, se tuvo que quitar la boina por temor a que se le cayera.

Un pastor alemán muy joven y novato, nuevo en el vecindario, los estaba esperando, orgulloso, tras unas rejas verdes. Comenzó a ladrar.

—¿Por qué no vas a ladrarle así a la forra de tu dueña? El cachorro se congeló. Su cola pasó a ser un péndulo que se meneó por inercia, su hocico quedó a medio abrir.

—¡¿QUÉ DIJISTE?!

Lo ignoró, pero la pregunta fue repetida con mayor fuerza, a la vez que se disponía a seguirlos hasta que la reja alcanzara…

—¡REPETÍ LO QUE DIJISTE!

Draco giró la cabeza.

—Que todos los perros sordos son idiotas.

El pastor se abalanzó sobre los barrotes con tal fuerza que el anciano se asustó. Desde todas las otras cuadras se escuchaba un concierto de ladridos furiosos.

El recorrido llegaba a su fin. Como era costumbre, restaba pasar por la larga reja de los Bodoni, dueños de una de las mansiones del barrio.

Los Bodoni eran una familia burguesa con un hijo que, negándose a ser menos por haber nacido con una cuchara de plata en la boca, decidía pasar sus vacaciones de la manera más salvaje: hacía excursiones a la Patagonia y navegaba en la costa de Brasil cada vez que podía. En uno de sus últimos viajes a Canadá, había conseguido traer, no sin ciertas palancas de su abnegado padre, un lobo ca- chorro, negro como el ónice, que en los siguientes cinco años había crecido para transformarse en la atracción de San Isidro.

El animal se acercó y miró fijamente a Draco. Sus ojos podían hacer palidecer incluso a los animales del zoológico.

—¿Qué me ves, forrazo? Azazel no contestó.

—Estás más cagado que letrina pública. Tranquilo, flaco, que no te voy a morder.

—Te hacés el machito porque hay rejas de por medio…

—Y si no las hubiera también. Tengo una pija así de gorda.

Por supuesto, Draco hablaba figurativamente porque, como podemos suponer, estaba usando sus patas para caminar y no tenía los medios para dar una demostración.

Azazel sonrió.

—Rogale a san Roque que no te atrape, porque te voy a hacer pedazos y lo sabés muy bien.

Draco miró la vereda. Tardó un poco más de lo que usualmente acostumbraba en contraatacar…

—¿Sabés quién es puto?

La sonrisa se desdibujó del rostro alargado e intimi- dante de Azazel al momento que vio el lugar donde Draco señalaba con el hocico.

—El maricón pelilargo

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