Indagar en la memoria para hacer que no nos olvidemos, “porque es necesario siempre mirar al pasado, no estoy para nada de acuerdo con quien dice que el pasado ya fue y que tenemos que mirar al futuro. Al fin y al cabo, nosotros somos memoria, el modo en el que vemos el pasado justifica como vemos el presente. Hay que hacer un ejercicio de rastreo para señalar cuáles son esos aspectos que a lo mejor pasan inadvertidos para una sociedad, pero que son semillas de un genocidio o de un estado autoritario”, agrega.
Ciudad de México, 21 de noviembre (MaremotoM).- Uno podría pensar que la novela Ni siquiera los muertos (Sexto Piso) es prehispánica y narra los hechos de ayer, pero la verdad es que Juan Gómez Bárcena nacido en España en 1984, recorre la historia y el mundo para hacer una fábula, al estilo “bolañiano”, aunque esta vez ganan los perdedores.
ENTREVISTA EN VIDEO A JUAN GÓMEZ BÁRCENAS
“Soy un gran admirador de Roberto Bolaño, que a su vez es un gran admirador de Jorge Luis Borges, que es otro de mis favoritos. Así que yo me siento dentro de la tradición latinoamericana”, dice Juan Gómez Bárcenas, cuyo libro de relatos Los que duermen fue elegido por El Cultural como una de las mejores óperas primas del 2012 y por él recibió el Premio Tormenta al Mejor Autor Revelación.
“Bolaño ha hecho un repaso espléndido a mi juicio en 2666, ese viaje terrorífico por el México del norte y gran parte de mi novela tiene gran influencia de él”, dice el autor, que a la vez cita a Donald Trump como guía. Un profeta de lo inasible y lo terrible, en un mundo sin profetas, parece decir al relatar la conquista de México, donde Juan de Toñanes es uno de tantos soldados sin gloria que vagan como mendigos por la tierra que contribuyeron a someter. Cuando recibe una última misión, dar caza a un indio renegado a quien apodan el Padre y que predica una peligrosa herejía, comprende que puede ser su última oportunidad para labrarse el porvenir con el que siempre soñó.
En 2014, Juan Gómez Bárcenas publicó El cielo de Lima (Salto de Página), novela que lo convirtió en el ganador del Premio Ojo Crítico de Narrativa 2014 y del Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2015 y que ha sido traducida al inglés, alemán, italiano, portugués y griego. Actualmente reside en Roma, becado por la Academia de España.
“Yo parto de esa idea, del estremecimiento que señalas, creo que Donald Trump detrás de esa imagen de hombre moderno, repite los discursos de odio y de racismo que teníamos en la nueva España. En ese sentido, pensaba denunciar lo peligroso que son esas ideas, que viven del mismo odio que creíamos haber superado”, dice.
Indagar en la memoria para hacer que no nos olvidemos, “porque es necesario siempre mirar al pasado, no estoy para nada de acuerdo con quien dice que el pasado ya fue y que tenemos que mirar al futuro. Al fin y al cabo, nosotros somos memoria, el modo en el que vemos el pasado justifica como vemos el presente. Hay que hacer un ejercicio de rastreo para señalar cuáles son esos aspectos que a lo mejor pasan inadvertidos para una sociedad, pero que son semillas de un genocidio o de un estado autoritario”, agrega.
Ni siquiera los muertos, editada por Sexto Piso, dice la sinopsis que es la historia de una persecución que trasciende los territorios y los siglos; un camino que se dirige hacia el norte, siempre hacia el norte, es decir, siempre hacia el futuro, en un viaje alucinado desde la Nueva España del siglo XVI hasta el muro de Trump de nuestros días.
“Creo que estamos en una sociedad súper individualista y la más capitalista de la historia. Vivimos cada vez más separados y con menos conciencia social. Las ideas están asociadas a los hábitos de consumo. Yo como carne o no como carne, yo compro en un comercio de proximidad o no, pero falta esa capacidad de volver a militar en cuestiones políticas. Eso es un solipsismo y es un peligro”, afirma.
“Es una novela de tiene algo de artefacto que muta mientras la vas leyendo. A medida que el personaje se desplaza en el espacio, se desplaza también en el tiempo. La novela trata desde la Revolución Mexicana hasta el neocapitalismo y los migrantes”, agrega.

Pensar la realidad mexicana con una lectura crítica para ver el mundo.
“Me interesaba ese juego de imaginación pura y que al mismo tiempo no sea literatura fantástica, todo lo que ve mi personaje es real. La realidad mexicana porque es muy interesante hablar de ese choque antropológico que se produce en el siglo XVI, que para mí es uno de los más importantes de la historia de la humanidad y también México porque tengo una relación afectiva muy fuerte. La historia de México es la historia de España también. México es un país de muchos contrastes, donde vemos lo prehispánico con estructuras súper modernas, muy capitalista”, afirma.
México además es gran testigo de lo que pasa en los Estados Unidos. “En ese cruce de la frontera sobreviene uno de los grandes problemas actuales, el migratorio. Yo diría que ya se muestra esa degradación del espíritu democrático americano. Tiene un creciente modelo terrorífico en torno a la democracia”, agrega.

Adelanto de Ni siquiera los muertos, de Juan Gómez Bárcenas, con autorización de Sexto Piso
El Mesías viene no sólo como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y ese enemigo no ha dejado de vencer. Walter Benjamin
El mundo es un lugar feroz y despiadado. Creemos que somos civilizados, pero en realidad el mundo es cruel y las personas desalmadas; te muestran una cara amable, pero realmente quieren acabar contigo. Tienes que saber cómo defenderte. Las personas son malas y desagradables y tratarán de hacerte daño para pasar el rato. Los leones de la selva sólo matan en busca de alimento, pero los humanos lo hacen por diversión. Incluso tus amigos quieren destrozarte: quieren tu trabajo, tu casa, tu dinero, tu esposa y hasta tu perro. Y ésos son tus amigos, ¡tus enemigos son incluso peores! Donald Trump
I
El mejor entre los peores – Una taberna a medianoche
Lo que el visorrey querría, si el visorrey quisiera cosa alguna Vidas de perro – Una cierta idea del hogar – El silencio de un gallo Una cabeza, en el fondo de un saco – Falacia del hombre de paja Primera última mirada
Primero proponen al capitán Diego de Villegas, con probada experiencia en circunstancias tan comprometidas, pero el capitán Villegas ha muerto. Alguien nombra a cierto Suárez natural de Plasencia, a quien se le conocen más de quince expediciones sin mácula, pero resulta que Suárez también ha muerto. Nadie menciona a Nicolás de Obregón, porque lo flecharon los salvajes purépecha, ni a Antonio de Oña, quien después de cometer crueldades sin cuento contra los indios paganos, se ha ordenado sacerdote para proteger a los indios paganos. Durante unos instantes se levanta un cierto entusiasmo en torno al nombre de Pedro Gómez de Carandía, pero alguien recuerda que Pedro finalmente recibió encomienda el año pasado y con ello envainó la espada y tomó el látigo. Pablo de Herrera está preso por orden del gobernador, a resultas de ciertos diezmos nunca cobrados o cobrados dos veces, según las versiones; Luis Velasco se volvió loco soñando con el oro de las Siete Ciudades; Domingo de Cóbreces se quedó sin indios que matar y tornó a su primer oficio, la crianza de cerdos. Alonso Bernardo de Quirós lo intentó todo para conseguir el favor del visorrey en los campos de batalla de la Nueva Galicia, la Gran Chichimeca y la Florida, y luego apareció colgado en su casa, con una última carta al visorrey engarfiada en su mano derecha. De la habilidad y el empeño de Diego Ruiloba nadie duda, pero tampoco de la tibieza de su fe, razón suficiente para apartarlo del mando de armas en esta sensible ocasión. Para llegar al nombre apropiado todavía tienen que descender muy abajo en la pila de pergaminos y transigir con muchas debilidades y flaquezas humanas, pasar de los capitanes a los sargentos de caballería y de los sargentos de caballería a simples soldados de fortuna; un camino pavimentado de hombres demasiado viejos, hombres retornados a Castilla, hombres mutilados, hombres alzados en rebeldía, hombres examinados por el Santo Oficio, hombres desfigurados por la sífilis, hombres muertos. Hasta que de pronto, tal vez para ahorrarse el esfuerzo de seguir desempolvando legajos y expedientes, uno de los escribanos se acuerda de sacar a re- lucir el nombre de cierto Juan de Toñanes, antiguo soldado de su Majestad el Rey, antiguo buscador de oro, antiguo casi todo, a quien no ha conocido personalmente pero del que se cuenta que burla la miseria persiguiendo indios fugados de las encomiendas de Puebla. Un hombre humilde y si se quiere indigno de la empresa que los ocupa, pero del que por otra parte se dice que es cumplidor y buen cristiano, con una habilidad casi milagrosa para retornar siempre con el indio que se le indica, engrilletado y de una sola pieza. Y que me aspen, continúa el escribano, si ese trabajo no se parece como dos gotas de agua a la empresa para la que sus Excelencias buscan autor; una misión que, salvando las evidentes distancias, consiste precisamente en dar con determinado indio y traerlo de vuelta, lo mismo da si vivo o muerto. El escribano calla, y el visorrey, que también ha empezado a impacientarse, le ordena que busque en sus papeles noticias del tal Juan de Toñanes. Lo que aparece no es más que un expediente mugriento y muy corto, del cual parece colegirse que en sus tiempos de soldado el tal Juan no era ni el mejor ni el peor de los suyos; que sangró en muchas pequeñas escaramuzas sin distinguirse en ninguna ni por lo cobarde ni por lo gallardo; que durante años envió cartas al visorrey solicitando –sin éxito– la concesión de una encomienda; que luego rogó –cosechando corteses negativas– el cargo de sargento de la expedición de Coronado a la Quivira; que por último suplicó –sin recibir respuesta– un puesto en Castilla muy por debajo de sus merecimientos. Un hombre a todas luces vulgar, pero de una vulgaridad muy poco común, que en todos estos años se las ha arreglado para no hereticar, no empeñarse en duelos, no tomar parte en pendencias ni escándalos, no maldecir ni a Dios ni a su Majestad el Rey, no manchar la reputación de doncellas, no recibir prisión ni oprobio. Y así, antes incluso de terminar la lectura de su hoja de servicios, el visorrey ya se ha decidido a suspender las pesquisas y hacer llamar a ese tal Juan, de destrezas y talentos desconocidos, pero del que cabe esperar, como de todo soldado español, una cierta experiencia con la espada y una mediana disposición para la aventura.
Los golpes de la aldaba despiertan al perro y los ladridos del perro despiertan a la mujer, que dormitaba junto al fuego. En una esquina de la taberna se demoran todavía cuatro hombres, vacilantes y embrumados por el alcohol. Continúan intercambiando naipes en silencio a la luz de una vela, indiferentes a los aldabonazos y al martilleo de la lluvia en el tejado y a las cinco goteras que cada tanto hacen repicar el fondo de cinco calderos de estaño. Uno de los calderos ya rebosa y ha dejado formarse un charco que el piso de tierra no es capaz de tragar. Debería haberlo vaciado horas atrás. La mujer tiene quizás tiempo de pensarlo mientras prende el candil y se dirige a atender la puerta.
Son dos hombres que esperan en el zaguán, encobijados bajo sus capas y sus sombreros. Tan pronto como la mujer destraba los cerrojos irrumpen en la taberna, zapateando en el umbral con sus botas empapadas. Uno de ellos murmura una maldición, que no se sabe si va dirigida a la tormenta, o a la noche que los ha sorprendido en ese rincón remoto del mundo o a la mujer de piel atezada que está ayudándolos a desembarazarse de sus ropas húmedas. Las capas parecen como enceradas por el agua y cuando se quitan los sombreros se derraman sobre el piso unos últimos restos de lluvia. Y es entonces, al colgar sus sombreros y sus cobijas, cuando la mujer tiene tiempo de ver a la luz del candil a los hombres que se ocultan debajo. Ve sus ojos y la piel blanca y las barbas bermejas, ve las camisas buenas que visten, los correajes hechos de talabartería fina, y ve, sobre todo, sus manos blanquísimas, sus manos limpias y seguramente también suaves, manos hechas para el roce del pergamino o de la seda pero de ningún modo para el laboreo de la tierra. Los forasteros no corresponden a la mirada de la mujer, no reparan en ella siquiera o si lo hacen, la evitan como evitan las atenciones del perro, que ha venido a olfatear sus pantalones de monta y sus botas de cuero.
Al fondo de la taberna, los cuatro jugadores levantan la vista de sus naipes y sus jícaras de pulque. La blancura de la piel de los recién llegados es tan extraordinaria que también ellos se vuelven por un instante, súbitamente incumbidos por la sorpresa. Son, sin duda, españoles, tal vez incluso hombres de corte, quién sabe si por ventura escribanos o funcionarios del visorrey y una vez libres de sus sombreros y sus capotes se pasean en derredor con lentitud y aplomo.
Al fin escogen una mesa que es, quizás, la más limpia de la taberna y de todas formas la mujer corre a fregotearla con un paño húmedo. Mientras tanto, recita la lista de platos con que sería un honor agasajar a vuesas mercedes. El pan de la casa que sus Excelencias deberían probar. Las dos habitaciones dispuestas y bien ventiladas en las que, si lo desean, sus Ilustrísimas pueden pernoctar. Los llama así, indistintamente, vuesas mercedes, sus Ilustrísimas, sus Excelencias, confiando en que alguno de esos tratamientos se acomode a la dignidad de los forasteros. Pero los forasteros no quieren posada ni cena. Sólo bebida. Sólo dos vasos de vino. La mujer tartamudea para decir que, por desgracia, no les queda vino. Piden aguardiente, y tampoco de eso queda. Uno de ellos se vuelve para señalar a los jugadores de naipes:
–¿Qué están bebiendo ésos?
–Pulque, su Excelencia… En esta humilde taberna sólo servimos pulque, su Ilustrísima… Una bebida que no es digna del paladar de vuesa merced…
–Que sea pulque –sentencia el otro.
Mientras esperan, los forasteros se vuelven para juzgar en silencio el espacio que los rodea. Miran a la mujer, evidentemente india, que se interna en la recocina para llenar sus jarras de pulque. Miran a los jugadores que aguardan en la mesa contigua, sin lugar a duda indios también. Observan sus manos encallecidas y sucias, su piel morena, sus ropas raídas, hasta que los indios en cuestión, incapaces de sostener su mirada por más tiempo, retornan acobardados al juego. No parecen recordar quién lanzó el último envite y los forasteros se complacen con su turbación. Miran después los calderos azarosamente dispersos por el suelo. El fuego del hogar. El techo mal retejado del que cuelgan una sarta de chiles y dos guajolotes sin desplumar, más bien escuálidos. Un tonel serrado por la mitad que hace las veces de silla y una puerta desgoznada que hace las veces de mesa. Sobre ella hay dispuesta una hilera de jarras sucias y en la pared opuesta una sencilla cruz de madera, colgada quién sabe si por convicción o por miedo, como los judíos cuelgan jamones en las vitrinas de sus comercios. En algunos lugares el suelo está empavesado con una cuadrícula de morrillos blancos, pero tan pronto como se camina hacia el fondo los morrillos comienzan a menudear hasta resolverse en un humilde suelo de tierra pisada, como si alguien se hubiera afanado por adecentar la taberna pero en algún momento se le hubiera acabado el oro o la esperanza. En su yacija, el perro suspira dolorosamente, en mitad de un sueño seguramente no exento de pesadillas.
La mujer regresa con dos jarras de pulque y con un plato de tortillas de maíz que nadie le ha pedido. En el borde de una de las jarras se puede apreciar claramente la huella blanca de unos labios. Los hombres miran fijamente esa mácula, como si quisieran borrarla.
Antes de marcharse, la mujer se inclina para hacer una reverencia complicada, pero uno de los forasteros la toma por la muñeca. No hay violencia en su gesto. Sólo una autoridad inobjetable, ante la que ella se abandona con resignación.
–También estamos buscando a un hombre –dice, y la mujer se prepara para escuchar.
Están buscando al dueño de la taberna y el dueño de la taberna aparece por fin, al pie de la escalera que conduce a las habitaciones. Al verlo llegar, los forasteros no se mueven. No se levantan para recibirlo. No le estrechan la mano. No hacen ni dicen nada. Permanecen sentados en sus sillas y desde esa distancia juzgan al hombre que se dirige hacia ellos vacilante, sorteando apenas los calderos en los que chapotea la lluvia. Tendrá unos cuarenta o cuarenta y cinco años y todavía todos o casi todos los dientes en la boca. Miran el pelo y la barba revuelta. Los ojos vinosos. La camisa mal abrochada. Es, tal vez, alguien que acaba de levantarse de la cama, urgido por el llamado de la mujer; alguien que ya ha llegado a esa edad en que los hombres prefieren acostarse temprano. Es, tal vez, sólo un hombre borracho. Prefieren creer lo segundo, porque el alcohol siempre se ha avenido bien con las empresas difíciles. Al menos con cierta clase de empresas y cierta clase de hombres.
Arrimada a la mesa hay una silla vacía. Uno de los forasteros señala esa silla, sin mediar palabra. Es la misma mano imperiosa que retuvo la muñeca de la mujer y que ahora arrastra al recién llegado hasta el asiento, sin necesidad de tocarlo.
–Vos sois Juan de Toñanes –dice entonces, acompañando su propio gesto.
No suena como una pregunta sino como una afirmación, y el hombre tarda algún tiempo en contestar. En ese tiempo alcanza a pensar muchas cosas. Mira las tortillas intactas y las jarras de pulque llenas hasta el borde, y tras ellas a los dos desconocidos que no se han dignado a dar un solo trago ni un solo bocado. El que ha hablado le sostiene la mirada, como esperando leer en sus ojos la respuesta. El otro ni siquiera se molesta en levantar la vista. Se ha sacado del cinto un puñalito minúsculo: una daga con la empuñadura de oro que no parece hecha para el ejercicio de la guerra sino para abrir lacres o rasgar páginas intonsas. Con ese puñalito se afana en modelar sus uñas, que por lo demás están ya bien recortadas y limpísimas.
–Sí, soy Juan de Toñanes –dice Juan de Toñanes. Y luego, con algo que quiere ser aplomo:
–¿De qué se me acusa?
–¿Cómo decís?
–¿No es por eso que están aquí vuesas mercedes? ¿Para prenderme?
El hombre ríe largamente. Ríe tanto que su compañero tiene tiempo de acabar con las uñas de la mano izquierda y concentrarse en la diestra. Oh, no se le acusa de nada en absoluto, continúa, cuando se cansa de reír. Todo lo contrario: ahí arriba están muy satisfechos con él. Debería haber estado en palacio con ellos, oyendo hablar a los escribanos y al gobernador y aun al mismísimo visorrey sobre sus hazañas. Precisamente por eso están ellos allí: para agradecerle los servicios prestados a la Corona, tan notorios y reconocidos por todos. Y puede que incluso para abusar de su generosidad y solicitar su ayuda de nuevo. Es por eso que vienen de tan lejos. Y no ha sido, puede creerlo, tarea fácil dar con él. Si supiera cuántas carreteras de polvo, cuántos pueblos grandes y chicos, cuántas leguas han tenido que separarse del camino real hasta encontrar esta taberna caída de la memoria de Dios.
–¿Mi ayuda? –pregunta Juan, como si fuera inverosímil creer que sus manos ajadas y curtidas de cicatrices puedan ser útiles para alguien–. Siento decirles a vuesas mercedes que hace mucho que no me embarco en aventuras ni empresas.
El hombre ríe de nuevo. Señala las jarras intactas de pulque.
–Desde luego no hemos venido por su vino.
–Vuesas mercedes tienen que disculparnos. Por aquí no vienen muchos españoles que sepan apreciar el buen vino…
Hace un gesto vago con la mano, que abarca toda la taberna. A la mujer que se atarea en la recocina y a los cuatro jugadores que parecen continuar su partida, sin perder de vista a los forasteros.
–Eso puede cambiar. Los españoles, sabedlo, no van donde hay vino, sino donde hay oro con que comprarlo.
Mientras habla, se descuelga del cinto un odre, perlado de gotas de lluvia. Se lo tiende con camaradería. Juan lo retiene en las manos un instante, sin decidirse ni a empinarlo ni a retornarlo a las manos del forastero.
–Vamos, bebed. Vos sí sois español. Vos sí sabéis apreciar el buen vino, ¿verdad?
Al fin da un trago largo y concienzudo. Es un vino delicioso, que no parece sacado de las viñas desmedradas de América sino de los lejanos lagares de Castilla. Cuando termina de beber, se restriega la manga de la camisa contra la barba y ofrece la bota al segundo forastero, tal vez porque cree que debe de tener sed, o para rescatarlo de su ausencia. Él ni siquiera parece notar el ofrecimiento. Continúa jugueteando con el puñalito, ajeno a todo cuanto en esa mesa se hace o se dice.
–Y bien, ¿qué es lo que el visorrey quiere que haga? –se atreve a decir Juan, fortificado por el trago.
El hombre da un respingo. La daga detiene su movimiento un instante, como si alguien hubiera hecho o dicho una descortesía. El otro se adelanta para contestar, intentando borrar sus palabras. ¿Quién ha dicho eso? ¿Ha dicho él acaso, o por ventura ha dicho su compañero, que el visorrey en persona le esté pidiendo algo, que le necesite para cosa alguna? ¿Está insinuando que el visorrey es un mendigo que solicita la caridad de sus súbditos? El visorrey, debe saberlo, no le pide nada. Nada en absoluto. Todo cuanto ellos están haciendo es trasladarle una invitación. Podría llamársele una misión, si no fuera porque esa misión no consta en legajo ni en memoria alguna, ni tiene tampoco quien la ordene ni quien la sufrague. Así que no es una misión: eso debe quedarle claro. Aunque por otro lado, el visorrey le cubrirá de oro si la cumple. Así que bien mirado sí es o sí se parece mucho a una misión. Podría decirse que es una misión si la cumple y no es una misión si, Dios no lo quiere, fracasa. Aunque ni siquiera entonces podría hablarse de una misión en un sentido estricto, porque una vez concluidas, las misiones suelen presumirse en las tabernas y en los puertos y en los corredores de palacios y casas fuertes, y él no podría hablar de estos asuntos por muchos y variados que fueran los hombres que le preguntaran al respecto. Ni en el confesionario siquiera. Porque si Dios ya sabe todo cuanto hacemos, a qué repetírselo, y si no lo sabe, a qué llamarlo Dios, ¿no le parece?
Juan asiente. Dice que sí, que le parece, sin saber a lo que asiente ni lo que le parece. Esa respuesta parece satisfacer a los forasteros. El primero continúa hablando, más tranquilo, y el otro ha vuelto a concentrarse en sus uñas. A la luz del fuego, la hoja de su daga cabrillea entre sus dedos, como si sostuviera un diminuto sol. En fin, está diciendo su compañero, aclaradas estas cuestiones; sabiendo que el asunto está perfectamente entendido, pueden, en aras de la simplificación y de la didáctica, llamar a la misión misión. Y pueden incluso decir que es el visorrey quien la ordena, aunque sea una forma de exagerar y hasta de mentir. Y lo que quiere el visorrey, si acaso el visorrey quisiera cosa alguna, es algo muy sencillo, dice riendo de nuevo. Algo tan sencillo para un hombre de su experiencia que casi da eso, risa. Sólo tiene que encontrar a determinado indio, en algún lugar de la Gran Chichimeca. Encontrarlo y acabar con su mandato, porque es forzoso reconocer que en los últimos tiempos ese indio, explica, ha logrado cierto ascendiente entre los salvajes. Saben que la Gran Chichimeca es precisamente eso, un lugar salvaje, y además muy grande, como su propio nombre indica. Saben que es una tierra feroz y acaso capaz de hacer temblar la espada de hombres menos valerosos y corajudos: un lugar que los propios aztecas, tan sanguinarios, temían –tal vez a un hombre con los conocimientos de Juan no se le escapa que en lengua náhuatl chichimeca significa «perro sucio e incivilizado», explica–. Pero saben también que alguien que siendo sólo un muchacho participó en el asedio de México-Tenochtitlan; alguien que unió su espada a Cristóbal de Olid en las Hibueras y a Nuño de Guzmán en la conquista de la Nueva Galicia; alguien que tantos y tan buenos esclavos indios hizo en las tierras de guerra, no se asusta por eso ni por nada.
Juan tarda en responder. Todas esas cosas las escucha en silencio y desde cierta distancia, como si no se correspondieran a sucesos de su vida o pertenecieran al pasado de otra persona. En cierto modo es así: todo lo que el forastero cuenta parece haberle sucedido a otro hombre. Resulta difícil ver en Juan un soldado, imaginarlo con su casco y con su arcabuz, con su propio caballo y su botín de guerra. Se diría que ha estado siempre ahí, sirviendo jícaras de pulque y tortillas de maíz en una taberna que se pudre lentamente en el fin del mundo.
–Ese indio… ¿es un chichimeca? –pregunta, con una voz que tal vez quiere asemejarse a la voz de un soldado.
–No. Es de por aquí. Creo que un tlaxcalteca.
Juan ladea la cabeza. Adelanta la mano para arrancar un trozo de tortilla fría y metérsela en la boca, como si la mención de la guerra le hubiera devuelto el apetito o el atrevimiento.
–Entonces ya les han dado el trabajo hecho.
–¿Qué queréis decir?
–Sólo hay una cosa que los chichimecas odien más que a
un cristiano. A un indio tlaxcalteca. Así que pueden contar con que su indio ya está muerto.
De pronto el segundo forastero levanta la vista de sus ma- nos y de su daga. Tiene los ojos azules y están muertos, o al menos son lo más parecido que Juan recuerda a la muerte. Son ojos que no están acostumbrados a contemplar el horror sino sólo cuando ese horror se ha transformado ya en cifras, en memoriales, en legajos. Ojos que no han visto más sangre derramada que la que proviene de un mal afeitado y tal vez por eso su propietario se ha cansado de exigir la sangre de otros desde detrás de su escribanía, sin entender lo que exige.
–Este indio no –dice, y su voz es tan dura y tan aplomada que basta como prueba.
Durante algún tiempo nadie dice nada. El forastero ha vuelto a concentrarse en su daga y sus uñas impolutas y el otro mira fijamente a Juan, como esperando algo. Sólo se escucha, a su espalda, el entrechocar de los naipes contra la madera y del agua contra el agua. El ruido de loza y vasijas que la mujer hace en la recocina, donde por otro lado no hay nada que limpiar.
–¿Qué es lo que ha hecho ese indio que tanto les importa a vuesas mercedes? ¿Forzó a una doncella? ¿Quemó una iglesia? ¿Intentó rebanarle el pescuezo al mismísimo visorrey?
El primer forastero niega con la cabeza, sin borrar del todo la sonrisa. Dice que las razones no importan. Dice que ellos no van a darle esas razones pero que tienen, en cambio, mil razones de oro para quien dé con él, y en cada una de esas razones la efigie acuñada de su Majestad Carlos, que Dios guarde. Dice que el oro viene de arriba y que las órdenes también vienen de arriba y que los de arriba nunca se equivocan, y si lo hacen, ellos, los de abajo, jamás llegan a enterarse. Así que si quiere aceptar la misión, esa misión que en sentido estricto no es misión y que nadie le ordena, tendrá que olvidarse de las explicaciones y conformarse con el oro. Y el oro, añade envalentonado por la atención renovada con la que Juan lo está mirando, es capaz de cosas que muchos hombres no creerían. Los doblones suficientes pueden transformar la taberna más ruinosa en una taberna próspera; puede que a la misma vera del camino real; puede que con caballos de repostaje y vino en abundancia y clientela cristiana; sin goteras en el techo y sin criadas indias detrás del mostrador, sino buenas mozas castellanas para servirle a uno los tragos sin vergüenza ni oprobio.
Juan mira durante algunos instantes la boca que ha dejado escapar esas palabras.
–Esa mujer no es una criada –dice–. Es mi esposa. Una pausa, llena de esfuerzo.
–Y ya les dije a vuesas mercedes que hace mucho que no me dedico a dar caza a indios.
Quiere ser una voz que exige respeto, pero sólo es una voz que pide disculpas.
–Entiendo –dice el segundo forastero, envainando la daga.
Los hombres se ponen lentamente en pie, como queriendo dar a Juan tiempo de arrepentirse. Pero Juan no se arrepiente, y si lo hace, no se atreve a decirlo. También él se pone en pie. Lo hace despacio y trabajosamente, tal vez porque imi- ta sus movimientos; tal vez porque tantos años de experiencia con la espada no han pasado en balde.
Antes de dirigirse a la puerta, el segundo forastero vuelve sus ojos azules a Juan. Estarán tres días en el pueblo, dice. Ni una hora más. Tiene hasta entonces para cambiar de opinión. Eso dice, mientras hurga en su faltriquera. Parece que va a darle la mano, pero no se la da. Lo que hace es sacar una moneda y arrojarla en una parábola desdeñosa. Una moneda que es sólo un destello de oro atravesando el aire hasta desaparecer en la jarra de pulque, con un chapoteo blanco.
La mujer los alcanza en la puerta. Los ayuda a ponerse sus capas y sus sombreros, ya secos o casi secos por el calor del fuego. A Juan le parece distinguir un brillo especial en la for- ma en que miran a su esposa. Una mirada que en algo recuerda al modo en que primero miraron las jarras de pulque. Las tortillas de maíz. Las cinco goteras, haciendo repicar el fondo de los cinco calderos de estaño.
Juan sentado de nuevo a la misma mesa. Los jugadores de naipes que dejan una moneda de vellón antes de marcharse y Juan que ya está apurando la primera de las jarras de pulque. La esposa que apaga las velas y enciende el candil y sube al dormitorio y Juan que acaba de comenzar la segunda jarra. Antes de desaparecer, la esposa le dedica una mirada desde las escaleras, candil en mano. Esa mirada es una invitación que Juan finge no entender. Al fin se marcha. La esposa que desaparece sin decir nada y Juan que queda abajo. Juan y una jarra de pulque vacía y otra mediada. Juan y el fuego del hogar aún sosteniendo una luz póstuma; Juan y el perro que duerme y el viento que silba tras las vigas del techo. Juan rodeado de calderos sobre los que la noche sin lluvia llueve todavía.
La esposa que no ha dicho nada antes de acostarse y Juan que tampoco dice nada cuando se queda.
Son muchas las cosas que Juan no dice. Es un tabernero silencioso y prudente, y tal vez por ello un tabernero extraño. Jamás hace preguntas. Sirve los licores y las tortillas en silencio, sin preguntar a los viajeros de dónde vienen o adónde se dirigen. Si hay algo en el mundo que le interese, es difícil decirlo. No quiere saber noticias de la capital ni del otro lado del océano. No le importan la salud de los reyes y papas ni sus campañas de guerra. Cuando se le pregunta responde siempre con el menor número de palabras posibles, como si cada una de ellas costara el oro que no tiene. No es así, claro. Las palabras son gratuitas y los tragos que se sirven en aquella taberna casi gratuitos también, porque la clientela es escasa y pobre y no puede permitirse perderla. A veces renta un par de habitaciones húmedas y lóbregas, que sólo consienten los viajeros más desesperados, y también esas dos habitaciones semejantes a camarotes de barco o a ataúdes o a bodegas se cobran baratas. Casi todos los huéspedes son indios. Sólo de vez en cuando llega hasta la taberna, por azar o por negligencia, algún peregrino español; alguien que se extravió en la sierra o se distrajo del camino real o fue desvalijado por los bandidos o todas las cosas al tiempo.
Cada vez que ve a uno de esos españoles zapateando en el umbral, Juan no sabe si alegrarse o entristecerse. Las preguntas de esa clase de hombres son siempre más directas, más inquisitivas. No admiten ninguna escapatoria. Quieren saber, por ejemplo, si por ventura Juan no participó en la lucha contra los aztecas. Sí, lo hice, responde Juan, con la esperanza de que esas tres palabras basten, y cuando resulta que no bastan, se resigna a añadir lo que los viajeros han venido a escuchar: una narración que de tantas veces repetida ya no parece suya. Acaso no lo fue nunca. Habla de los teocallis donde los aztecas perpetraban sus cultos diabólicos; de las pirámides de calaveras humanas que vio erigirse al pie de esos templos, en número increíble; habla de sus macanas de combate y de sus gritos de guerra y de sus cabezas emplumadas y terribles. Lo que no cuenta, lo que nunca contará, es que él también vio esas mis- mas cabezas cercenadas y espetadas en espadas españolas; que vio sus cuerpos acribillados por los arcabuces o atravesados por las lanzas o roídos hasta los huesos por los perros, con una saña de la que no dan cuenta los memoriales ni las crónicas de guerra.
Si le preguntan por Nuño de Guzmán contesta que fue un buen guerrero, el mejor de cuantos han pisado esta tierra, porque cualquier otra respuesta sería un ultraje a la memoria de sus muchas hazañas. No cuenta cómo en la Nueva Galicia lo vio asesinar a mujeres y niños, ni cómo hizo torturar durante días a sus caudillos, exigiéndoles el paradero de tesoros inverosímiles.
Si, sorprendidos por verlo llevar las cuentas de su negocio, los viajeros le preguntan si sabe leer y escribir, contesta que sabe a duras penas. No dice que en su niñez, en un lejano pueblo de las montañas de Castilla, hubo cierto párroco que a pesar de su humildad le tuvo la suficiente estima o la suficiente confianza para enseñarle gramática y hasta ciertas nociones de latín y teología, con la esperanza de que hiciera carrera. No dice que hubo un tiempo en el que de hecho todo fueron esperanzas.
Si se interesan por el pago que recibió por sus muchos servicios a la Corona, contesta que su botín de guerra le permitió un buen pasar durante los años siguientes. No dice que tuvo que mendigar y suplicar en la puerta de las iglesias; no que pasó hambre hasta el punto de roer el cuero de su peto; no que crio cerdos ni que cavó zanjas ni que limpió las botas de hombres que jamás habían disparado una ballesta ni dormido en una tienda de campaña. No habla, para qué, del año que dejó transcurrir en la campiña de Veracruz, haciendo frente por orden del visorrey a la plaga de perros que infestaban la serranía; hijos y nietos y hasta bisnietos de aquellos mismos perros que años atrás les habían auxiliado en la conquista de la Nueva España. No cuenta cómo durante ese año se dedicó a darles caza, a degollarlos, a meter sus cabezas en sacos y presentarlas a los alguaciles, a razón de un real por cabeza; tres comidas calientes por cada vida de perro. No cuenta cómo en su última batida le hizo frente un perro viejísimo y aun así terrible, que todavía llevaba incrustado el collar de hierro que le había puesto su último amo; un perro que tal vez había viaja- do a América en la bodega de su mismo barco; que quizás había padecido junto a él los rigores del hambre y de la guerra y del olvido. Y sobre todo no cuenta lo que hizo con su cuerpo: cómo ni por un segundo se le pasó por la imaginación la idea de destazarlo para meter su cabeza en un saco. Cómo cavó para él una tumba holgada, una tumba digna, una tumba que muchos compañeros de armas habrían querido para sí, y lo sepultó allá adentro, un cadáver que era el último representante de su estirpe y también la última esperanza de tres comidas calientes, todo cubierto por un túmulo de tierra y por un manto de hojas secas y aun por sus lágrimas, porque el vergonzoso hecho es que lloró, que se arrodilló ante esa sepultura de perro y lloró hasta que se le pasó la pena o se cansó; lloró por el perro y lloró por él mismo y lloró por el estómago que una noche más habría de permanecer vacío.
Si por azar alguien ha escuchado decir que durante un tiempo se dedicó a perseguir indios fugados de las encomiendas de Puebla y le pregunta por qué abandonó el oficio, contesta que la paga era mala. O que se hizo viejo para ciertas cosas. O que heredó esta taberna y prefirió el correr del alcohol al correr de la sangre. No cuenta que en su última misión –en aquellos tiempos en que todavía se llamaba misiones a las misiones– logró traer cargados de cadenas catorce indios prófugos; ni cómo, mientras cobraba los doblones que le adeudaban, ya comenzó a escuchar los alaridos que proferían esos catorce indios, mientras los latigaban y flagelaban y marcaban sus cuerpos como ganado. No habla del olor de la piel quemada. Ni tampoco cuenta que esta taberna no es el fruto de ninguna herencia ni de ningún golpe de suerte, sino una compra desafortunada; porque le dijeron que el camino real iba a pasar por esos parajes, es cosa hecha y cocinada y hasta comida ya en el palacio del visorrey, le explicaron, pero en palacio acabaron disponiendo otra cosa y al final, como siempre en su vida, volvió a elegir el camino equivocado.
Si le preguntan si es hombre casado responde que sí y luego se va a hacer cualquier otra cosa: limpiar las escudillas, barrer la taberna, dar vueltas al guajolote que se asa en el espetón, con la esperanza de que no le pregunten si acaso su esposa no es esa india que se arrodilla para fregar el suelo.
Juan no hace preguntas y no contesta preguntas, o lo hace con el menor número de palabras posibles. Eso significa que de alguna forma siempre está solo. Así que esta noche que bebe solo, esta noche que se sienta solo en medio de la taberna vacía, no es una noche más solitaria que cualquier otra noche en los últimos cinco años.
Apura el último trago de la última jarra, como quien intenta tragarse un pensamiento. Es entonces cuando lo ve: un destello dorado que resplandece en los posos del pulque. Es la moneda del forastero, y en ella inscrito el rostro de su Majestad Carlos, que Dios guarde. Juan que no dice nada y el rostro del soberano que tampoco dice nada. De qué hablaría un rey si los reyes hablaran. En qué consistirían sus lamentaciones. De qué cosas se acuerda un rey y cuáles calla. Juan rescata la moneda con los dedos viscosos; la sopesa un instante en el aire. Un escudo de oro. Suficiente para pagar esa ronda de pulque y aun cincuenta rondas. Suficiente para pagar un tonel de buen vino castellano. Eso piensa. Y entonces, en mitad de ese pensamiento, una decisión inesperada que coge al propio Juan por sorpresa: el gesto de elevar en el aire esa moneda livianísima y preciosa –cincuenta rondas de pulque, que un hombre puede sostener usando un único dedo– para arrojarla al fuego, en un súbito instante de clarividencia. Los leños que chisporrotean un momento y luego nada. La moneda que no arde y el rey que tampoco arde y Juan que sí arde o que parece arder. Al menos su mirada. Al menos su rostro. Las llamas del hogar incendiando sus ojos y esos ojos que poco a poco se han ido llenando de destellos dorados.
Sube las escaleras en la oscuridad, todavía tambaleante por el alcohol. Se topa contra un mueble o contra una esquina que esa misma mañana no parecía estar ahí. Los peldaños de madera crujen y retiemblan bajo sus pies y la puerta del dormitorio chirría con un lamento desgoznado y toda la casa en su conjunto protesta con ruidos unánimes, como si se resistiera a ser habitada. Al menos como si se resistiera a que sea él quien la habite. ¿Acaso habita él esa casa? ¿Ha sido alguna vez esa casa su casa? Odia sus paredes desconchadas y odia el techo que parece venirse abajo con cada tormenta y odia la taberna cuando está llena y también cuando está vacía. Odia el refugio que le proporciona, como odia el soldado la tienda de campa- ña que lo protege de la noche. Sólo que al mismo tiempo que maldice, el soldado sueña con el hogar o con cierta idea del hogar. ¿Cuál sería su hogar, si ese hogar existiera?
No deja de darle vueltas a la pregunta mientras se desliza en la cama y acomoda su cuerpo al cuerpo de su esposa. Hogar, piensa entonces, podría ser o parecerse a esto. Hogar, se repite –y siente una vergüenza inmensa cuando lo hace–, podría no ser un lugar sino un tacto. Por ejemplo éste: el tacto del cuerpo de su esposa. Su temperatura: el calor que ella guarda para él cada noche. Un olor: el olor de su cabello esparcido por la almohada. Cómo confesar que algunas veces, en esa misma cama, bajo el mismo techo ruinoso, se ha creído por un momento el más feliz de los hombres. Cómo explicar a otro castellano que en ciertos instantes de ciertas noches ha llega- do a sentir lo que muchos hombres no llegan a sentir más que por una mujer blanca. No puede. No puede y tal vez no quiere. ¿No es ése el modo de razonar de una mujer? ¿Es él acaso una mujerzuela, que pueda ablandarse con unas cuantas caricias y ternezas? No: no es una mujer, se dice, como si acabara de decidirlo. No es una mujer y le avergüenza sentir la clase de cosas que siente y pensar las cosas que piensa.
La mayoría de sus clientes creen que se casó con ella por- que no había en la colonia suficientes castellanas casaderas, y las que había se repartieron rápido, como primero se repartieron los privilegios, las encomiendas y los señoríos. Eso es lo que piensan. Eso es, quizás, lo que su propia esposa piensa. Al fin y al cabo la palabra «amor» nunca se ha pronunciado entre ellos. No se pronunció entonces ni se pronuncia tampoco ahora. Pero son muchas, en general, las palabras que Juan se resiste a pronunciar. Muchas las cosas que prefiere no contar. No cuenta, por ejemplo, lo que sintió la primera vez que la vio, inclinada sobre una piedra de moler maíz. Cómo en el momento de tocarla por un instante se le ocurrió pensar que la piel que cubre los cuerpos de hombres y mujeres, más oscu- ra o más blanca, podía ser sólo eso, un envoltorio. Esa tontería pensó, y esa tontería piensa todavía a veces, en el momento de refugiarse en el regazo de su esposa, contraviniendo las te- sis de tantos doctores ilustres y hombres de ciencia. Le sucede entonces lo mismo que le está sucediendo ahora: que en la oscuridad de su dormitorio abraza la sombra sin color y sin raza que es su esposa y le pide perdón en silencio; perdón por desear con todas sus fuerzas que los clientes españoles no le pregunten si acaso esa criada india no es su esposa. Pero son éstos, también, pensamientos de mujer, y él no es una damisela que suspire y se desmaye ante sentimientos propios y aje- nos. Así que los aparta de su cabeza con un manotazo de rabia, como se aparta un enjambre de moscas.
Cierra los ojos, pero no duerme. En su lado de la cama los pensamientos se suceden tan deprisa que le sorprende que en el suyo su esposa pueda cerrar los ojos siquiera. Ve a su esposa, cinco o seis años más joven, inclinada de nuevo sobre esa piedra de moler maíz, y ve una tumba de perro, y ve a Nuño de Guzmán riendo más fuerte de lo que gritan los caudillos indígenas en sus tormentos. Ve a catorce indios dispuestos en una larga fila y cargados de cadenas. Ve a los dos forasteros sentados a la mesa, esperando una respuesta, y un saco en el que caben mil escudos de oro, y ve a un indio, un único indio, que no tiene rostro y se esconde en la maleza y pesa lo mismo que el saco. Luego ve la luna. Una luna que no está en sus recuerdos sino en la ventana, iluminando la habitación con su rubor lívido y arrancando sombras y claroscuros a todas las cosas. Ve el bulto inmóvil que es su mujer dormida. Su mujer dormida que no está dormida. El rayo de luz lechosa que de pronto incide precisamente en sus ojos abiertos. Esos ojos están brillando con una luz extraña. Una luz, piensa Juan, de la que no es del todo responsable la luna. Su esposa parece a punto de preguntar algo, y mucho antes de que abra la boca Juan ya conoce esa pregunta. La esposa que necesita, que exige saber quiénes eran esos forasteros y qué querían: cuál es la proposición que le hicieron y qué contestó él a su oferta. Es precisamente eso lo que está a punto de preguntar y Juan lo sabe, y en esos últimos instantes que median entre el silencio y las palabras trata de decidir qué es lo que va a responderle.
La esposa abre y cierra la boca varias veces, como sin decidirse a preguntar lo que va a preguntar. Al fin habla:
–¿Te acordaste de echar la tranca? Un silencio.
–Sí –contesta.
Levantarse como cada mañana. Con el canto del gallo, como quien dice, aunque ellos no tienen gallo que cante. Bajar los peldaños de madera, arrancando a la casa ya desde tan tempra- no sus primeros lamentos. La esposa que barre el suelo de tierra. La esposa que vacía los calderos de estaño y los dispone de nuevo. La esposa que va y viene del pozo. La esposa que enjuaga las escudillas sucias en un barreño de latón y limpia las mesas y lleva las inmundicias al puerco mientras canta entre dientes una canción oscura, con cierto regusto pagano. Y Juan que la observa. Juan sentado en una silla, pendiente de cada uno de sus gestos y movimientos. Juan que juega a desnudarla en su imaginación: su esposa sin su faldellín de india, su esposa sin sus ropas humildes y sus aretes baratos. Su esposa cubierta de ropajes cada vez más costosos, mantellinas y gorgueras, verdugados y basquiñas, modas venidas de muy lejos para esconder cada vez un poco más el cuerpo de la mujer, la piel de la mujer; su mujer que debajo de todas esas sedas y holanes podría ser, por qué no, una mujer blanca. Su mujer que ya no alimenta al puerco ni lava las vasijas ni dispone los calderos en el suelo, para qué; sobre su cabeza el techo recién retejado y alrededor de ella dos criados, tres criados, puede que cinco criados que se atarean para atender a una muchedumbre de huéspedes. Y afuera, al otro lado de la ventana, su diminuta parcelita que crece cuanto abarca la vista, tan vasta que sólo puede recorrer- se a caballo, y para ello un caballo, dos caballos, las caballerizas destartaladas puestas de nuevo en pie y en ellas un caballo para él y otro caballo para ella; una docena de caballos para sus sirvientes y mayorales. Las hileras de mazorcas tupiéndose hasta reventar de grano y su esposa hinchándose también, el cuerpo de la esposa que parecía seco como la tierra pero no, ni la mujer ni la tierra estaban desiertas, florece su cosecha y florece la clientela de la taberna y florece también su hijo; algo que ver crecer ante la vida que se detiene. Ve eso: la vida, que se detiene. Su hijo ya buen mozo, con su propio caballo y sus propios motivos, dando órdenes aquí y allá a cien, puede que a dos- cientos capataces. Y sentados tras el cristal de la ventana ella y él, todavía ella y él, viejos pero no, los ojos jóvenes y satisfechos de ver crecer el mundo que construyeron con sus manos.
Todo eso ve, mientras la esposa se dirige al hogar apagado para prender la lumbre que calentará sus desayunos.
–Yo me encargo del fuego –dice Juan.
Antes de prender los leños introduce las manos en las cenizas yertas. No tarda mucho en encontrarla: la moneda sigue…