Una mezcla poderosa entre la introspección psicológica y los entramados sociales de un México de principios de siglo, esta novela pone al descubierto la injusticia, la intolerancia, la soledad implícita en un mundo profundamente moralista y lleno hasta el cuello de secretos inconfesables.
Ciudad de México, 6 de agosto (MaremotoM).- Tras la muerte de su madre, Serena recurre a la escritura para tratar de desentrañar sus complicados sentimientos y comprender su vacío y orfandad. Pero también decide escribir sobre la vida de su madre provocando, sin sospecharlo o quizá, con toda la intención, una serie de revelaciones explosivas que finalmente podrían explicar las difíciles decisiones que tomó aquella que la parió en el curso de su vida.
Una mezcla poderosa entre la introspección psicológica y los entramados sociales de un México de principios de siglo, esta novela pone al descubierto la injusticia, la intolerancia, la soledad implícita en un mundo profundamente moralista y lleno hasta el cuello de secretos inconfesables.
Cantus Matricale es una novela de la psicoanalista Victoria Leal sobre los terribles secretos de la iglesia católica que se asoman a plena luz del día, publicada por Abismos Editorial.
A través de dos personajes femeninos (Serena y Lusmira) la autora desentraña secretos familiares que tienen que ver con su origen y la transgresión histórica de la iglesia en México. La novela de Victoria es una denuncia, pero también una reivindicación de la complicada relación madre-hija, de las ataduras que produce la devoción a la iglesia. Cantus matricale le da voz a un hecho silenciado en la historia familiar de la autora.
En Cantus Matricale encontraremos una historia dolorosa, que sea quizá la historia de muchos creyentes que han sido silenciados, cuyos abusos siempre han estado bajo la mirada y la protección que la Iglesia que tristemente encubre y hasta encumbra a quienes cometen transgresiones inconfesables.
Adelanto de Cantus Matricale, de Victoria Leal, con autorización de Abismos Editorial.
Yo sé que he muerto
Siempre quise morir pronto, mucho antes que ahora, diez o quince años atrás. Pero ¿qué sería de mi hija y mis nietos? ¿Quién sino yo podría acercarlos a Dios? Y mi hija, tan sola,tan… ella. No quería que se quedara así. Por eso esperé lo más que pude… Hasta el penúltimo día tenía esperanzas de salir bien de la caída del lunes temprano, en el baño. Ya me había caído antes, hasta con fracturas graves, y sobreviví, creía que ahora también lo conseguiría. Mis costillas rotas hacían de cada movimiento algo dolorosísimo, todo lo valía con tal de curarme. Pero lo que ya padecía vino rápidamente a complicarse, no pude detenerlo. Pensaba y me preguntaba repetidamente en voz alta, agitándome en la cama:
¿Qué hago? ¿Qué hago? Buscaba un camino, una vía de solución; siempre había encontrado una cuando lo necesitaba. Esta vez no fue así. Pasaron seis días exactos desde mi caída y el último supe que todo sería en vano. Ya no me era posible comer ni tomar agua y menos las medicinas; por fin, el médico las suspendió. Mi piel estaba encendida por un calor extraño que me abrasaba por entero: no quería sábanas, colchas, ¡nada, nada! Sólo la desnudez.
Me movía constantemente de una orilla de mi cama a la otra, veía en el rostro de quienes me cuidaban su preocupación por una posible nueva caída y a veces oía lo que decían para intentar calmarme. Inútil: contra la agitación de la muerte nada se puede. El último día, el más agitado, aunque sentí unas gotas de una medicina ácida y dulzona en mis labios y en mi lengua, luego una pesadez en mi pensamiento, la inquietud no cesaba dentro, muy dentro de mí. Por fin, ya muy noche, me di por vencida, no supe más de mí, solo me aflojé, cedí y, en vez de aspirar, expiré.
Entré en una quietud absoluta… Nada más. Desde ahí comencé a mirar la vida y a recordar —tal como lo hacía cuando alguien quería escucharme— lo sucedido en mi historia.
Si un día algo me puso triste en los años cercanos a mi muerte, fue ese cuando el médico me dijo: “No, doña Lusmira, la andadera ya no podrá dejarla, así tendrá que ayudarse para caminar.” Había imaginado que la usaría solo por un tiempo y que iría caminando hacia el templo yo sola otra vez.
Pero no pudo volver a ser… Nunca más. Quise llorar pero ya hacía mucho tiempo que no tenía lágrimas y lloré por dentro en silencio. No volví a preguntar, me resigné. Me traían la comunión cada tercera noche, era para mí un consuelo y un privilegio. La visita del cuerpo de Cristo a mi alma y a mi corazón significaba que mi hogar se convertía en un lugar sagrado; por tanto, exigía a quienes se hallaban conmigo absoluto respeto y reverencia ante ese acto, apreciando mucho sus rezos solidarios. Cuánto lo sentía si llegaba a faltar la ministra.
Por fortuna, mi hija me llevaba cada domingo al templo, aunque observaba con desilusión que ella se conducía de manera irreverente. A pesar de eso, era una celebración, pues luego íbamos a comer en alguno de mis restaurantes preferidos. Los últimos siete años de mi vida los pasé bien cuidada, atendida y tratada, gracias a mi hija, tan asidua. Se ocupaba de mí en todos los sentidos. Yo me sentía protegida por ella. Por eso, cuando viajaba y tardaba en regresar, empezaba a sentir una gran angustia de imaginar que no volviera o de que le pudiera pasar algo malo. ¿Qué sería de mí sin ella? Entonces, cuando llegaba, la abrazaba con alegría, casi gritándole: “¡Hija de mi corazón, qué bueno que ya llegaste! ¿Cómo te fue?”
Había una joven llamada Mago —con su hijo Ángel—, que se encargaba de mí, de mi ropa, mis alimentos, mi aseo y cualquier cosa que necesitara, hasta de cortarme las uñas. Ella me acompañaba en las ausencias. Nunca estaba sola.
Me sentía muy mal cuando el médico me recetaba cada vez más medicinas. Yo iba contra mi voluntad a su consulta periódica, en realidad nunca creí en los médicos, no me entendían. Los últimos meses llegué a tomar hasta veinte pastillas al día, eso era horrible, el estómago me quedaba muy irritado y comencé a tener reflujo. Mi vida parecía estar dedicada a consumir medicinas, a esperar que transcurriera el día lentamente, encomendarme a Dios y que por fin llegara la noche para olvidarme de mí, de todo. De todos.
Quería olvidarme por las noches, porque en verdad lo único que me importaba eran los míos, los que consideraba míos, resultado y consecuencia de mis actos. Actos que me pesaban y creía no debí haber realizado nunca. Por eso mi vida era una expiación. No tenía otro sentido, estaba reducida a soportar lo irremediable. Lo único que me daba alegría era saber que tanto mi hija como mis nietos triunfaban en la vida, conservando en su comportamiento la moral cristiana. Era mi deber inducirlos al catolicismo. Me contrariaban hasta el fondo de mi alma sus muestras de ateísmo y su desdén por la Iglesia católica.
Estos nietos de vez en cuando me visitaban, si es que estaban en la ciudad; de otro modo, hablaban por teléfono o escribían un correo electrónico que mi hija me leía, aunque esto no era frecuente. Veía cómo a su edad se alejaban y solo venían a visitarme cuando necesitaban algo, pues sabían que siempre contarían conmigo y con mi hija en todos los sentidos.
Dos de los tres que quedaban eran varones, la tercera, mujer. Siempre los protegí, más aún desde que murió su padre. Este fue un acontecimiento muy trágico entre otros más que siento llevar grabados en las paredes del interior de mi cuerpo, como eso que le da soporte. Es extraño, pero de eso siento que estoy hecha.
El padre de mis nietos, León Misael, era mi hijo, mi único hijo varón. Se quedaron huérfanos y tanto mi hija como yo misma les dimos cuanto pudimos hasta que se fueron, ya grandes. Los cuidamos en exceso, ahora lo reconozco; les dimos mucho más de lo que debimos darles y creo que no les hizo ningún bien. Al contrario, ellos no supieron apreciarlo y tenían dificultades notorias en sus relaciones con el dinero,por ejemplo.
A su madre también la protegimos y la apoyamos cuanto pudimos. Podría decirse que nos colocamos en el lugar del esposo y el padre que perdieron. Quizá fue una equivocación, a juzgar por las consecuencias lamentables.
Mi hija Serena no debió participar tanto, pero sé que lo hizo por amor a ellos y a su hermano; y es que ellos dos, mis propios hijos, aunque no eran sino medio hermanos, se amaban. Yo propicié esa fuerte cercanía entre tía y sobrinos. La fomenté mucho. No respeté la absoluta diferencia que había en los orígenes de cada uno de mis hijos, tal como si solo hubiesen sido míos. Ya hablaré de esos sucesos durante los intensos años de mi juventud, que me pesaron tanto como para dedicar el resto de mis días a resarcir ante Dios mis culpas, mis errores, mi ceguera.
Por ello me dediqué al templo, a mi religión, a ser caritativa, a servir a mi prójimo, comenzando por los más cercanos. Aunque en el fondo había otras razones de mucho peso que yo no lograba reconocer. Curiosamente, las veo con claridad hasta ahora que ha terminado mi vida llena de secretos muy bien guardados que no revelé a nadie, bueno, solo a mi confesor. Además de él, únicamente a mi hija cuando ya fue grande, porque era imposible ocultarle tantas cosas que finalmente creí debía saber y saber por mí, por nadie más.
La vida para mí fue siempre infausta. Los momentos que me dieron felicidad se insertan como periodos breves que interrumpen ese estado permanente de preocupación, lucha y acción, para conseguir que las cosas marcharan bien, de acuerdo con lo que yo creía que debía ser para mis hijos y para mis nietos. No me dediqué a nada más. Antes, mucho antes, en mi primera juventud, yo imaginaba que encontraría el amor, la tranquilidad, la formación de una familia numerosa con mucha algarabía y contento. Nada más eso deseaba, yo no creo que fuese mucho pedir; sin embargo, no pudo ser. De tanto en tanto vino una sorpresa y luego otra y otra, hasta que en mi vejez, aunque solo durante muy poco tiempo, encontré un poco de tranquilidad.
No puedo decir que tuve una vida plena, no, nunca. Siempre creí que la plenitud estaría en el Reino de los Cielos, nada más. Ahora mismo no sé si estoy o no en ese reino, lo que experimento es una nada y la quietud absoluta. Desde ahí veo con cierta nitidez lo que rememoro, pero ya no me conmueve. Pasa ante mis ojos en orden, sin olvido. Es como leer, pues está escrito con imágenes el acontecer cerrado ya, de esa que fui. Veo la noche en que me avisaron que mi hijo había sufrido un accidente. Estaba en la kermés del templo, era diciembre con sus fiestas. Ante una mesa vendíamos, junto a muchos otros puestos, gelatinas, pasteles y chongos. Cuando alguien se acercó y al oído me dijo: “Su hijo acaba de chocar, sufrió un accidente.” No pude soportarlo, me desvanecí, solo sentí que se me doblaron las rodillas y mis compañeras me detuvieron para no caer del todo al suelo. Enseguida quise ir a donde estuviera. Corrí. Alguien me acompañaba. Nos dirigimos a la Cruz Roja. De ahí al hospital del IMSS. Iban a intervenirlo, pues el volante se le incrustó: él manejaba. Mi hijo vivía en el puerto de Lázaro Cárdenas, era ingeniero y trabajaba en la siderúrgica. Allá se había quedado su esposa con sus cuatro hijos. El mayor, Xaviv, de casi siete años, hacía seis meses había muerto de una meningitis fulminante. Mi hijo había venido a Morelia, dentro de su profundo duelo y con gran esfuerzo ante su dolor, a la boda de un amigo.
Él adoraba a su primogénito. Fue un golpe del que no se podía reponer, estaba sumamente deprimido. No podía entenderlo ni aceptarlo, vivía y trabajaba como si fuese un autómata. Solo pensaba en su hijo como en un desaparecido que sus días reclamaban sin cesar. Lo extrañaba a propósito de cada momento del día. Ese hijo, su primogénito, lo hizo padre y con ello mi hijo pudo cubrir el hueco enorme de su propio padre.
Así, en esos momentos de su accidente, en tales condiciones, a mí me parecía que se superponían varias tragedias.