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Siempre digo que Rosa Beltrán es una de las mejores escritoras de México y por supuesto tiene 20 mil premios y reconocimientos que lo justifican, pero para mí lo es más allá de la fama, es ese sentimiento de clásica y de un sustancioso plan de lectura que nos lleva a una literatura mundial, que es en definitiva la que nos ha hecho lectores.

Ciudad de México, 14 de agosto (MaremotoM).- Rosa Beltrán ha venido describiendo el carácter de México desde que escribe. En ese sentido, es muy parecida a Sara Sefchovich (a veces pienso que Sara es la Carlos Monsiváis del país presente), escritoras que le hacen frente a la realidad con pluma fina y mucho raciocinio en un clima de caos mental y de falta de guías.

Desde su libro de ensayos América sin americanismos, pasando por la novela Efectos secundarios y El paraíso que fuimos, hasta estos recientes Verdades virtuales y por supuesto Radicales libres, Beltrán tiene una cosa primordial: imagina razonando. No es solo caminar y pensar en escribir, sino en analizar lo que pasa alrededor y meterlo por un cernidor donde las historias se mezclan y van a un punto determinado.

No es la moraleja ni el mensaje, porque a veces el libro deja más confusión que claridad, pero nos obliga a reflexionar una y otra vez sobre ese raro punto negro que aparece en la piel y nos molesta.

Siempre digo que Rosa Beltrán es una de las mejores escritoras de México y por supuesto tiene 20 mil premios y reconocimientos que lo justifican, pero para mí lo es más allá de la fama, es ese sentimiento de clásica y de un sustancioso plan de lectura que nos lleva a una literatura mundial, que es en definitiva la que nos ha hecho lectores.

En Radicales libres (Alfaguara) Rosa se hace casi autobiográfica, pero no hay que irse por esa sola puerta, pues es un personaje que se mueve en lo alto sobre la historia de su madre (“Un día cualquiera, a finales de los años setenta, la protagonista abrió la puerta de su casa y vio cómo su madre se iba en una motocicleta Harley-Davidson con su vecino”), que le sirve para narrar la vida propia y la de su hija, en tres generaciones que construyen lo que pensábamos (y no) de México.

La estructura se parece un poco a No contar todo (Literatura Random House), de Emiliano Monge, aunque como es natural en Rosa Beltrán, no se echa culpas ni juzga tanto los hechos del pasado, sólo los ve como un testigo hablador y muchas veces nos guiña el ojo para hacernos cómplices.

ENTREVISTA EN VIDEO A ROSA BELTRÁN

­–Radicales libres tardó mucho en salir ¿cómo fue la confección de esta novela?

–Tenía varios años en querer escribir esta historia. Tomé nota durante tres años. Traté de escribirla desde distintos modos, pero no funcionaba algo, el tono, la voz. Se sentía desarticulada, faltaba una coherencia interior. Eso me lo dio la soledad de la pandemia. Hay una sucesión de tiempos perdidos, yo nunca había escrito de esa manera, siempre escribía a horas fijas, pero la pandemia me hizo escribir a otro ritmo y a otro modo. También me hizo pensar con mucha nostalgia el México que hemos perdido. El mundo todo está impregnado de violencia, porque parece haberse dividido en dos, entre los que se van o desaparecen o los que levantan y los que nos quedamos. ¿Por qué nos quedamos en un país como este? Todo esto resultó en una narración en vocativo, en donde yo le estaba hablando a tú, a quien tanto extraño, a una mujer probablemente de la tercera generación de feministas que aparecen en la novela, alguien que pertenece al #metoo, para explicarle qué hemos sido antes y cómo han sido los feminismos antes en este país.

­–El tema del perder me hace acordar a este Gobierno de AMLO, perdemos pero no recuperamos, aunque los teóricos dicen: hemos avanzado en el mundo

–Es cierto lo que dices, porque tendemos a ver el pasado como un paraíso que hemos perdido. Hay una novela de crecimiento que amo que es Batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, que habla del ingreso de México a la modernidad, sobre todo a partir de los productos norteamericanos que empiezan a aparecer en el mercado. Este México que se fue, el del desayuno de huevos con frijoles, el de las teleras, no es un paraíso, pues en esa novela se habla de los apagones, que se hacían como práctica durante la guerra, de la escasez, de las manifestaciones continuas y de las ofertas de los políticos de inaugurar carreteras que nunca se terminaban. También en Radicales libres hay una mirada del pasado que no significan un paraíso. Sí se perdió la vida en barrio, hasta que anocheciera, no digo que no existiera la violencia pero no del modo que existe ahora. Era un país más democrático, que después, cuando los jóvenes comenzaron a enamorarse en los centros comerciales, transcurre de otra manera. Hubo muchas cosas terribles en el ínterin y aparecen en la novela. Simplemente, en la historia de los feminismos, que no nació ayer, que hay que recurrir a las sufragistas del siglo XIX y teniendo muchos movimientos orales, cuando se consigue el voto en México, gracias a la píldora anticonceptiva las mujeres empiezan a decidir sobre su cuerpo, a tener una vida laboral, a sueldos iguales al de los hombres, a pedir el divorcio, todo esto que parece tan obvio en los ‘70 no se conseguía. Yo soy la primera en ir en mi familia a la universidad. Todo esto son logros, por supuesto que sí.

 Rosa Beltrán
Radicales libres, la nueva gran novela de Rosa Beltrán. Foto: Cortesía

­–Eres extremadamente joven, a pesar de las seis décadas que declaras, tú eres posterior al ’68, narras después de la batalla

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–El ’68 había sido muy escrito a partir de crónicas, narrada desde el punto de vista antropológico, sociológico, de ensayos, son muchos los autores que escribieron el ’68. Pero no desde lo que ocurrió dentro de una familia que no había sido protagónica. La niña lo vive de oídas a partir de la generación anterior a ella, siempre leyendo sin leer entre líneas. Es una novela de crecimiento que habla de una evolución lingüística. Tanto en el ’68 como en momentos históricos posteriores, cómo afectaron estos hechos a distintas familias. Nosotros hacemos historias y nos afecta en nuestra manera distinta de ver el mundo. El ’68 está visto a partir de los ojos de una niña de ocho años, su evolución desde los primos y los mayores, la de los padres que se oponen por miedo, la de los hijos que son universitarios, las primas mujeres que participan de los Juegos Olímpicos como edecanes. Habla de esas dos versiones: La de la historia oficial y la de la plaza de las 3 culturas. Estas primas descubren el engaño que hay en ese México triunfalista. Esta narradora va a vivir distintos momentos, sin entender bien lo que está ocurriendo. Pero el lector sí que va a entender. En el ’69, la Guerra Fría, la llegada del hombre a la lunes, en los ’80 la aparición del SIDA, los años de Thatcher y de Reagan, la caída del muro en circunstancias de que muchos compañeros comunistas querían cambiar el mundo, pero no querían cambiar una silla de lugar, no querían cambiar el status quo, que la relación con la mujer siguiera siendo la misma; entre más radicales eran más machistas; esta joven que va creciendo el despertar de la sexualidad le da la oportunidad de ver una cara que en esa historia no se había narrado.

Los izquierdistas, entre más radicales, más machistas

–México de todas las cosas hace una épica, pero no revela lo que les pasa interiormente a las personas. Ahora veo la crítica de los Juegos Olímpicos, como si vinieran de un país que apoya al deporte…

–Me gusta ese punto de vista y es cierto que a partir del XIX escribir la historia de México conformó esos momentos épicos y es probable que se nos haya quedado, como un vicio. Es cierto que también narramos lo que ocurre en esos momentos épicos desde un punto de vista aspiracional. Probablemente ser mexicano es aspirar, a ser algo más y traté de verlo en La corte de los ilusos (Rosa Beltrán reinventa la vida y la muerte del único emperador mexicano, don Agustín de Iturbide: su fastuosa corte, sus curiosos parientes, amantes, fieles enemigos). Esta adicción aspiracionista sigue existiendo porque nos medimos con los atletas del Primer Mundo como si lo fuéramos. Hay una forma de heroicidad y una épica detrás de cada historia, porque cada atleta se paga su boleto y no hay ni siquiera un Comité Olímpico que lo apoye.

Rosa Beltrán
Probablemente ser mexicano es aspirar, a ser algo más. Foto: Cortesía

–Con el tema del feminismo me parece que en México los hombres están callados, nada más

–Los hombres están aterrados y se entienden que lo estén. He visto reacciones al movimiento #metoo muy agresivas, porque algunos de ellos se sienten conectados de manera personal. Se sienten aludidos como grupo. Por otra parte, siento que muchas mujeres también tienen incrustado ese machismo, porque nacimos en él. Basta con ver lo que ocurre en las redes para darnos cuenta de cómo una mujer puede atacar a otra mujer. Ahora hay una chica que está siendo juzgada por mostrar en las redes a una mujer que está siendo violada. En toda esta escena donde están los violadores. Todo el asunto se queda en dos chicas. Creo que cualquier generalización incurre a veces en lo banal, pero también es un momento que ha decidido no sólo visibilizar sino también ponerle un nombre que se acerque más a la realidad. No es un crimen pasional sino violencia de género. Hay un intento de avance en ese sentido.

–¿Radicales libres es tu novela autobiográfica?

–Toda novela tiene partes autobiográficas, pero no se puede escribir sin hacer ficción. La narradora que habla de una primera persona del singular habla también en primera persona del plural. Habla de nosotras. Ya no somos la madrecita abnegada que nos inculcaron en la Edad de Oro de México. Para narrarnos desde el origen necesariamente tenemos que recurrir a nuestros padres, desde el abandono, desde el trauma, según enuncia el psicoanálisis freudiano. La narradora de esta novela no lo hace así, porque también en esa madre que se va, aprende la rebeldía, la autonomía y un conocimiento de la sexualidad que no se conocía en esa época en México. En los años 70 era terrible ser mujer y no poderlo decir a nuestros pares. Lo que sé es que con Radicales libres encontré una voz que nunca había utilizado. Este tipo de voz es un monólogo que es también un diálogo, una entrevista. Es una voz que sentí cercana a la oralidad, a la forma de contar que tenemos, pero también cercana a quien se lo quiero contar.

–¿Qué sentido tiene la novela para ti?

–Las últimas líneas de la novela lo dicen. “Si pudiera pedir un deseo ahora sería que nunca perdamos esto que hemos ganado. Que nos sigamos contando, que no dejemos de hacer del presente un tesoro al narrarlo. Que siempre sepamos que al hacerse pasado lo que parecía más pequeño o más indigente se vuelve magnífico y digno de recobrarse. Memoria única. Y que una vida es eso: la capacidad de no sucumbir al hechizo de lo trillado”.

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