Un poema es una pintura dotada de voz y una pintura es un poema callado, indica el proverbio oriental que Alejandra Pizarnik introduce para hablar sobre su actividad poética en un texto que data de 1962, “El poeta y su poema” y aclararnos que su “afición al silencio” la lleva a “unir la poesía con la pintura”.
Por Reina Roffé
Ciudad de México, 22 de julio (MaremotoM).- La poesía de Alejandra me acompaña desde hace muchos años. Cuando ella murió en 1972, con su cara de niña intacta que tanto llamaba la atención, yo no alcanzaba aún la mayoría de edad. Había leído sus libros con fruición y la admiraba sin reservas, pero no llegué a conocerla. Fue destiempo o, tal vez, una carta del azar para preservar, en la joven que era entonces, el misterio de un ser que venía a mi mente con sus versos, reforzando mis propios conflictos: el desajuste que me producía la realidad adversa y desangelada en la que creía haber crecido.
Poco después, ciertos vínculos y mi trabajo en el medio literario me llevaron a encontrarme con casi todos sus amigos y amigas con quienes mantuve trato, incluso, con algunos, amistad. Fue a raíz de la publicación de Los mejores poemas de la poesía argentina (Selección, prólogo y notas de Juan Carlos Martini Real, Corregidor, 1974), volumen que presentaba un panorama del quehacer poético de los últimos cien años en el país, a través de sus voces más representativas -antología que pasé a máquina y corregí-, cuando tuve la oportunidad de relacionarme con muchos autores y autoras del círculo de Pizarnik, especialmente con su “hermana literaria”, la escritora Elizabeth Azcona Cranwell, que estaba ultimando la traducción de Poemas completos de Dylan Thomas, obra publicada también en 1974 por la editorial mencionada.
Recuerdo que cualquier excusa -llevarle las pruebas de página de su traducción del gran Thomas- me servía para acercarme a su casa, un departamento en el piso 11 de la calle Marcelo T. de Alvear al 1200, y conversar allí con Elizabeth, preguntarle sobre Alejandra y aquellos años en la Facultad de Filosofía y Letras donde se habían conocido, de las reuniones en los cafés y bares cercanos al edificio de la calle Viamonte y de sus incursiones en las librerías “Letras” y “Verbum”. Algunas veces hablábamos del grupo Poesía Buenos Aires con el que ambas estuvieron relacionadas, de su gran animador, Raúl Gustavo Aguirre, de Raúl Vela y Edgar Bayley. Otras -quizá para contentar en algo mi enorme curiosidad- me contó sobre las citas a solas para tomar el té en la Confitería London, hacerse confidencias y charlar de poesía, de lo que ambas estaban leyendo. En un par de ocasiones, se refirió a los recitales públicos que habían hecho juntas y a las inseguridades de Alejandra que, a último momento, se echaba atrás y era difícil convencerla para que asistiera y, cuando lo hacía, que fuera capaz de afrontar a un público ávido que la aguardaba con expectación. Solía desaparecer de improviso y esconderse en el baño minutos antes de su lectura. Sus temores -si bien podían ser por disconformidad con aquello que escribía y había elegido para leer- resultaban de distinta índole. Se sentía fea, gordita, desarreglada, impresentable. Le daba pánico exponerse a la mirada crítica de una sociedad que se fijaba demasiado en el aspecto físico, en la superficie más que en el fondo. Esa sociedad de la que ella se defendía con dientes y uñas empleando ironías o frases soeces, incluso chistes crueles que escandalizaban a quienes le hacían daño con sus aires de correctos burgueses. Sin embargo, obtenía aplausos entusiastas, fervorosos. Su voz cascada y la manera particular de expresarse, la calidad de sus versos, cautivaban a los asistentes.
Elizabeth, siempre elegante y generosa con su tiempo, era también discretísima cuando yo intentaba indagar sobre los motivos del suicidio de Alejandra, de esa infelicidad que la había acechado a partir de la adolescencia y no la abandonaría más, de sus amores contrariados y de la enorme, desmesurada necesidad de vínculos y protección, de todo aquello que se rumoreaba en los corrillos literarios implacables a la hora de hacer conjeturas o especular sobre sus ambigüedades y su opción sexual.
Convinimos que lo mejor era seguir leyendo su poesía “hasta pulverizarse los ojos”. Así lo hice. De tanto leerla sabía de memoria muchos de sus poemas. Algunos me remitieron a “En cualquier parte, fuera del mundo”, de Baudelaire, una de las formas más perfectas de nombrar la incomodidad insoportable que suscita la realidad y obliga al poeta a una mudanza constante: creer que estará mejor allí donde no está. Pizarnik también siente esa melladura de origen y se sitúa fuera del mundo, más aún, de la vida, que siempre le resulta insatisfactoria. De ahí su búsqueda incesante de sentido individual, el desgarramiento y la extrañeza por verse mal instalada: mal con el entorno, mal con los otros, mal con ella misma; intrusa en todos los lugares que invoca y paseando en cada uno su desconfianza y sus dudas, el miedo. Hastío que la arrastra y promueve en ella un destierro que empieza siendo privado y va tomando contornos irregulares y expansivos: “… su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa”, escribe en La condesa sangrienta. Tal vez en Paul Claudel, quizás, y nuevamente en Baudelaire, había encontrado el asidero y las razones de su persistente zozobra. En “Albatros”, el autor de Las flores del mal se define y proyecta su percepción: “Se parece el Poeta al señor de las nubes / que ríe del arquero y habita en la tormenta; / exiliado en la tierra, en medio de abucheos, / caminar no le dejan sus alas de gigante”.
El yo lírico de Pizarnik, asentado en la no-existencia, la llevará a decir: “… fracaso en mi interés de hacer literatura con mi vida real, / pues ésta no existe, es literatura”, voz que Octavio Paz -quien también se reafirmaba en la no-existencia- festejó como “cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas”. Temperatura o fuego reparador de la letra en la que vida y poesía se funden, pero con una pulsión de muerte que las atraviesa.
“Desnudar es propio de la Muerte”, dice en La condesa sangrienta, ese texto breve en el que poesía, ensayo y relato danzan sobre un escenario gótico y perverso con resonancias que evocan al Conde de Lautréamont, considerado precursor del surrealismo, que se adelanta con Cantos de Maldoror en representar la rebelión adolescente que impone lo imaginario sobre lo real. Rebelión de ofendidos incurables que declaran su descontento mediante el rechazo al género humano, y exaltan la violencia -lo más blasfemo y obsceno de eso que deploran- y el sadismo, incluso el asesinato. En las páginas de Alejandra, sin embargo, y pese a las 650 muchachas asesinadas por la condesa Báthory -un símil de “la Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere”, es decir, la muerte misma- asoma con más fuerza el Georges Bataille que habla del erotismo como aprobación de la vida hasta en la muerte y vincula el placer erótico con la continuidad y discontinuidad del ser, con la búsqueda de unidad mediante la pasión amorosa y acuerda que ésta es la búsqueda de un imposible.
Ese saber temprano en Alejandra fomenta un sentimiento de extranjería: ser el otro, aislada, desunida, que no encaja ni alcanza la anhelada fusión con el objeto deseado, con el sujeto de amor. Algo se le escapa siempre, es inaprensible y se aboca a poetizar los antagonismos que se le presentan. La silenciosa en el desierto, “lucha en la noche repeliendo los viles ataúdes que esgrime el fracaso”. Ella, que “moriría mil veces por poder recibir amor sin pedirlo”, es demasiado orgullosa: aseguraba, quizá con acierto, que había belleza en “aquellos que no encuentran un lugar entre tanta gente; no es soledad, es un privilegio no encajar”. Atributo que la hace crecer, le confiere alas de gigante y, al mismo tiempo, dolor soterrado, agorero de males terribles, impidiéndole mirar unos ojos que no la dañen.
En “Mucho más allá”, clama: “¿Es que yo soy? ¿Verdad que sí? / ¿No es verdad que yo existo / y no soy la pesadilla de una bestia?” Ese “Yo soy, yo soy, yo soy”, grito atormentado del alter-ego de otra joven poeta suicida, la estadounidense Sylvia Plath, en la novela La campana de cristal, con el que intenta apuntalar su identidad frente al desmoronamiento psíquico y la opresión social. Un mismo aullido, en Alejandra seco y contenido, surge en “Partir”: “Deshacerse de las miradas / piedras opresoras / que duermen en mi garganta”.
Desde la mítica Eva, el ser humano no ha hecho más que debatirse por obtener libertad ante la coacción y amor para compensar el vacío de la soledad, la pérdida de esa otra mitad que nos podría haber hecho más completos, más resistentes y, posiblemente, más sabios a la hora de soportar la angustia de la muerte. Pero el amor da y somete, complace y atormenta con sus aureolas de celos y tiranías, de estar y desaparecer. La sed inconmensurable de Alejandra por verse impregnada y percibir esa misma impregnación de entrega y enamoramiento absolutos en el otro, era imposible de saciar, y fue su reclamo permanente.
Durante una de esas tardes en las que yo visitaba a Elizabeth Azcona Cranwell -subía a su encuentro como una novia que se impacienta con los obstáculos y demoras que imponen las ceremonias, el ascensor lento hacia el undécimo piso-, revisamos los temas o núcleos temáticos y las palabras que se repetían en la obra de Pizarnik. Ahora, al releerla, observo que, tanto en su poesía, como en la prosa y en los diarios, de forma casi obsesiva registra el infierno que constituyen para ella sus padres -que tanto la apoyaron económicamente hasta el final-, incluso sus amigos. Se refiere a la vergüenza de su soledad, a la extrañeza que le despierta el mundo -por momentos, mágico, otras veces francamente intolerable, del que se siente ajena y desvinculada-, a las humillaciones pasadas, a un “oscuro rencor”, a un “odio mudo”, a sus huidas y confinamientos. Siempre la sombra, el nombre o los nombres, el binomio vida-muerte, el suicidio, el viento, la noche, el miedo, la imposibilidad del amor, el lenguaje y uno de sus componentes, que es el silencio en sus variadas manifestaciones o en su contradictorio empeño de decirlo todo, aun bajo mínimos, todo lo que la subjetividad convoca y la creación recorta, procesa y articula: la traba, el retiro, la exclusión.
Un poema es una pintura dotada de voz y una pintura es un poema callado, indica el proverbio oriental que Alejandra Pizarnik introduce para hablar sobre su actividad poética en un texto que data de 1962, “El poeta y su poema” y aclararnos que su “afición al silencio” la lleva a “unir la poesía con la pintura”.
Es evidente que mantenía un vínculo obsesivo con la palabra, una relación de trabajo artesanal incesante que solo podía interrumpir la muerte. “La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad”, declaró. Tarea ardua, difícil y susceptible de otros silencios, otra soledad, escribir sin concesiones enajenantes sobre la propia alienación.
Antes de que se me acabaran los pretextos para visitar la casa de Azcona Cranwell, gratificación que me proporcionaba mi trabajo en la editorial, volvió a surgir el asunto, siempre delicado, del suicidio de Alejandra. Cincuenta pastillas de Seconal sódico. Esa idea fija, tan sombría, estaba ahí desde hacía tiempo. En 1960, anotó en su diario que había pensado durante la noche en los medios a utilizar para suicidarse. Pero es en 1971 cuando manifiesta claramente que quiere morir “con seriedad, con vocación integra”. Ya lo había intentado con pastillas. Después con gas, incluso por medio del ahorcamiento. También sopesó la variante de muerte por agua. Era como un llamado, una marca de comienzo. Fascinación oscura, difícil de discernir en alguien que había obtenido, muy pronto -se quitó la vida a los 36 años-, premios importantes, becas, el reconocimiento de los grandes escritores de la época: Julio Cortázar, Octavio Paz, Olga Orozco y, entre muchos otros, del grupo Sur casi al completo. Destacable la intensa relación de amistad que mantuvo con Silvina Ocampo y Manuel Mujica Lainez. Por otra parte, no solo se había ganado la admiración de los mayores, sino también de aquellos de su edad y de los más jóvenes.
Con los años y las lecturas, advertí que cada período histórico había tenido su carga de melancolía y su saga de melancólicos y suicidas. Hijos, hijas de Saturno. Padecían una tristeza suave, a veces sin causa -quién no la ha experimentado alguna vez-, poderosa por acumulación, que se volvía “enfermedad del alma” o “dolencia psicológica” y que dio ocasión al pronunciamiento de poetas, sociólogos y psiquiatras en su afán de abordar o describir esta clase de naturaleza, untuosa de bilis negra, en procura de descifrar qué la fomenta y puede desencadenar la autoeliminación. Criaturas taciturnas y desgarradas, de aristas complejas y finales trágicos, inmersas en un clima donde el concierto se ha roto sobrado de zozobras y tedio.
Elizabeth, dubitativa y reticente -seguramente no tenía la respuesta ni la información que yo buscaba-, optó por referirse al movimiento surrealista, al que ambas estaban adscriptas, aunque ciertamente practicaran una poesía que se había encaminado por otros derroteros. Un movimiento surgido de la crisis de posguerra, reñido con Occidente -me decía-, que vio en la autoeliminación una manera factible de recuperar el paraíso perdido, en el sentido que le había dado Antonin Artaud.
De forma decidida, casi imperiosa, aquella tarde -posiblemente la última en la que Elizabeth y yo hablamos de Alejandra-, intenté dilucidar con su ayuda un motivo de peso para que esa vida, que había despertado en mí un enorme respeto a través de su poesía, se fuera tan callada hacia “la otra orilla de la noche”, donde tal vez, como creía Alejandra, el amor fuera posible. El interrogante quedó flotando en la pequeña sala como algo imponderable. Se trataba de un acto que, para Albert Camus en El Mito de Sísifo, “se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”. Por eso, hasta el mismo ejecutante lo ignora. Un día cualquiera toma la cicuta o se sumerge en las aguas. Un percance, una llamada, un amigo o una carta que no llegan, la indiferencia de un ser amado, uno de éstos o el cúmulo de todos desencadena algo difícil de rastrear, cuyo resultado supone reconocer la inutilidad del sufrimiento. Nadie, a ciencia cierta, puede saber cuál es el pensamiento último, lo que acontece en la mente del suicida, eso que desata rencores y cansancios indecibles o, como en Alejandra, incita a ir “nada más que hasta el fondo”.
En su poema “Extracción de la piedra de locura”, dice: “Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo solo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba”. Muerte y locura se presentan en su obra como salida donde no hay salida y, en especial, como un anhelo desesperado de libertad. Su poesía, pese a la carga aciaga que contiene, el dolor por un “tiempo en que nada pasa”, es un canto de emancipación; suscita, en quien la lee, “vivir solamente en éxtasis”.
Mientras me marchaba, pensé en la dedicatoria que Alejandra había escrito con su letra pequeña y de caligrafía esmerada para su hermana literaria en el libro Las aventuras perdidas, un 25 de agosto de 1958, cuando tenía 22 años. En esas líneas ya estaba todo o casi todo: alude a una niña en “busca de su nombre secreto”, a “una muchacha corriendo detrás del amor”; y a la palabra, “la gran impedidora” que es, a la vez, la única “por la que vale el vivir”. Pero la nota final, en la que juega con minúsculas y mayúsculas, fue la que más me conmovió: “Y ahora, elizabeth, PROHIBIDO OLVIDARSE de alejandra”.
¿Quién podría? Nadie: ni Elizabeth ni los demás amigos y amigas, ni ninguno de sus lectores de entonces. Tampoco lo han hecho quienes llegaron después. Su estela fulgurante se expande y abarca nuevas geografías, conquista a otros jóvenes que se declaran apasionados de su obra, seducidos por sus versos que crean adicción. En Buenos Aires, donde nació, está más viva que nunca, sigue merodeando, con su cara de muchachita eterna, por los mismos sitios de sus primeras salidas, como engastada en el tiempo. Creo que todavía se encuentra con Elizabeth en la Confitería London para tomar el té con masitas y observar, sorprendida, las fotos enmarcadas de su querido Julio Cortázar, huésped ilustre del café, que ahora cuelgan de las paredes del local; él, tan fiel a sí mismo, tan inmortal como ella. Yo sigo con sus poemas intactos en mi memoria. Celebrarla es privilegio.
NOTA: ELIZABETH AZCONA CRANWELL (1933-2004). Poeta y traductora argentina. También escribió cuentos y fue articulista, principalmente, en el diario La Nación. Desarrolló una poesía de corte surrealista. Según Jorge Luis Borges, realizó “dos proezas de muy diversa índole: el manejo feliz de un lenguaje abstracto, pero singularmente vívido y memorable y de la forma métrica más ardua, aunque de apariencia más fácil, el verso libre”.