Los fenicios, por ejemplo, no solo se dejaban el cabello muy crecido sino que lo dividían en trencitas que acomodaban en forma de turbante. Mejor no preguntemos por la higiene del cuero cabelludo ni cuántos esclavos participaban en la realización de semejante coiffure… En el Egipto d’altri tempi, niñas y niños portaban el cráneo rasurado, salvo la línea de la llamada “trenza de infancia”, en homenaje a Horus, dios solar.
Ciudad de México, 19 de julio (MaremotoM).- La cuestión del pelo pasó a primer plano covid-19 mediante y sus correspondientes cuarentenas en todo el planeta: fue tema de vehementes debates el cierre de las peluquerías, el corte y la aplicación de tinturas en casa, la posibilidad de dejarse las canas las mujeres y también numerosos varones, que acuden a la coloración del cabello que -con suerte- les cubre el cráneo y asimismo de las barbas, cada vez más pintadas en dos tonos, según nos muestra la tevé.
Una problemática la del arreglo capilar vieja como el mundo o casi ya que el arreglo de los pelos viene de muy lejos: desde que existen pistas, se sabe que la manera de llevarlos -o de no llevarlos, rasurándolos- ha sido signo de jerarquía social -riqueza, pobreza, aristocracia, oficio…-, religiosa o directamente divina en algunas efigies.
Si nos atenemos a épocas en que las damiselas aún no habían sido avasalladas, tenemos a la Dama de Brassempouy -unos 24 mil añitos antes de Cristo-, del Paleolítico Superior, esculpida en marfil de mamut, una de las primeras representaciones del rostro humano que se conocen, con su pelo prolijamente trenzado; y también a la más famosa Venus de Willendorf, de antigüedad semejante, hecha en piedra caliza, de pechos generosos y sexo turgente, considerada diosa de la fertilidad.
A quienes todavía creen que la coquetería les merma virilidad a los varones (ya no tan de pelo en pecho debido a depilaciones en alza), vale informarles que desde la Antigüedad los nobles enrulaban y teñían sus cabellos (como algún popular escritor y animador nocturno, también pasado por la cirugía ¿estética?), y en muchos casos sus barbas (como tantos mediáticos de diversos rubros que vemos en la tevé con sus chivas dibujadas bicolores; o a veces con la cabeza recién teñida sin matices y la barba naturalmente canosa, tal una variación de los pelos de la reciente Cruella, a cargo de la rutilante Emma Stone).
Pelilarga del Antiguo Egipto
Los fenicios, por ejemplo, no solo se dejaban el cabello muy crecido sino que lo dividían en trencitas que acomodaban en forma de turbante. Mejor no preguntemos por la higiene del cuero cabelludo ni cuántos esclavos participaban en la realización de semejante coiffure… En el Egipto d’altri tempi, niñas y niños portaban el cráneo rasurado, salvo la línea de la llamada “trenza de infancia”, en homenaje a Horus, dios solar. En el pasaje a la adolescencia, las chicas se dejaban crecer las mechas y los chicos se las afeitaban. En esas tierras, solo los faraones usaban barba. Y todo el mundo adulto podía calzar pelucas con variados ornamentos que revelaban la clase social, salvo sirvientes y esclavos cuya pelambre se ataba en la nuca para evitar confusiones.
Grecia, entre otras muchas cosas, dejó esculturas e ilustraciones en cacharros de la época clásica como para saber que los varones hasta cerca de los 18 llevaban el pelo largo y rizado, vincha para ir al gimnasio (institución que por cierto no es un invento del siglo 20). Los adultos, cortón y con rulitos que podían caer graciosamente sobre la frente; las adultas, largo y con una especie de croquiñol, o recogido según la edad y las funciones. En Roma, ellos recortado mientras que ellas se lo dejaban crecer, lo trenzaban, lo enrulaban, lo sujetaban en rodetes. Los esclavos de estas regiones, el cráneo pelado; las prostitutas, entretanto, se decoloraban con derivados del amoníaco.
El peinado como lenguaje clasista
Si saltamos a la Edad Media, ya entre 476 y 1108, nos topamos con reyes y reinas occidentales y cristianos/as, la melena extensa y suelta; por su parte, la longitud del cabello de los varones de la nobleza dependía del grado de azul en sangre. En esas fechas, los monjes estrenaban tonsura y, por el contrario, las damiselas en general criaban pelo larguísimo y lo trenzaban en el más puro estilo Rapunzel.
A estas alturas, ya las mujeres responden en vestuario y peinados a imposiciones del patriarcado, con influencias de religiones como la poderosa católica gobernadas por hombres que seguían normas de otros hombres (es el caso del desgraciadamente tan predominante Pablo de Tarso con sus epístolas misóginas). En la Baja Edad Media, no por azar las mujeres de clases altas llevan velos etéreos sobre diversos peinados, algunos de los cuales pueden apreciarse en un lado de la Catedral de Chartres (edificada entre 1194 y 1220).
El Renacimiento, del XIV al XVI, les impone a ellas peinar hacia atrás sus largos pelos, las ricas con bonetes o distintas formas de turbantes, simples cofias para las trabajadoras. Parte de Italia apuesta al rubio cobrizo veneciano (ahora expuesto -con otra fórmula- desde hace un par de décadas en las góndolas de supermercados o perfumerías) que se obtenía con orina humana o animal más colorantes -azafrán, limón- y mucha exposición capilar al sol. En esos años, se da un auge de las pelucas para todas y todos en cortes europeas, no así en barriadas populares ni en el campo. Ana de Austria promociona la moda de los bucles gruesos para las de su pelaje. Como de costumbre, los peinados se van simplificando a medida que se desciende en la escala social, detalle que no preocupaba a Léonard Autier, estilista de María Antonieta puesto a crear complicadas arquitecturas sobre las testas que pululaban en palacio.
Obviamente, desde que arranca la costumbre de aderezar los cabellos aparecen peines, peinetas, hebillas, palillos para rodetes, cepillos, ungüentos y cremas, bigudíes, vinchas, tiaras, tenazas que se calentaban en el fuego y a veces achicharraban algún mechón… Juana de Arco, una adelantada en más de un sentido, en el siglo XV se cortó la melena con un tazón para ir más cómoda a la guerra y ayudar eficazmente a restaurar la corona de Francia. Agnès Varda la imitaría varios siglos después, solo en el pelo porque afortunadamente esta gran artista vivió muy activa hasta los 90, mientras que la pobre Juana fue quemada viva acusada de herejía por representantes de la Santa Iglesia Católica, apenas a los 19.
Rizando el rizo postizo
El muy añejo uso de pelucas y otros añadidos tuvo un momento de apogeo en los ’60, ’70 del siglo XX, gracias a la aparición del kanekalon. Las grandes vidrieras de Pozzi, en avenida Santa Fe y Talcahuano, ciudad de Buenos Aires, lucían tachonadas de cabelleras artificiales de distintos largos, colores y peinados, sobre cráneos de maniquíes. De modo tal que las mujeres que así lo deseaban podían alternar pelito breve estilo Jean Seberg y cortinado piloso como el que solía llevar Jacqueline Bisset, por nombrar a actrices de la segunda mitad de la centuria que marcaban tendencia. Incluso las morochas argentinas de mirar ardiente, las más y menos agraciadas, podían transformarse en Melenitas de oro, más alegres y más rubias que el champán. Claro que también existían en ese entonces bisoñés o peluquines para los hombres a los que se les volaban las chapas y no se resignaban, pero no se exhibían en escaparates y sus usuarios parecían creer que nadie se daba cuenta del artilugio. Este recurso fue cayendo en desuso en épocas posteriores en que -salvo algún entretejido, la aplicación pelo por pelo o ciertas formas de cirugía- cantidad de varones optaron por la pelada lisa, llana y reluciente
Pero antes, en el XIX, los postizos no solo eran moneda corriente para ellas y ellos, sino que se publicaban manuales como El arte de peinarse las señoras a sí mismas, firmado por M. Villaret (La Librería Pérez, Madrid, 1832), que recomendaba fervientemente acudir a estos aditamentos, “si se tiene el pelo sucio, desprolijo o ralo, si se produce caída, si se es alérgica a tinturas y no se desea mostrar las canas”. Según el señor Villaret no solo es viable emular a la mismísima naturaleza sino también aventajarla. La leyenda negra que afirma que las pelucas son antihigiénicas, que hacen transpirar y dan mal olor es rotundamente desmentida por este autor: en su opinión, “la cabellera postiza no solo adorna la cabeza sino que aporta fuerza y vigor, ya que preserva de resfriados, de males del oído, jaquecas, oftalmias, etcétera. Tanto es así que personas atacadas por el reuma de cerebro, deben su curación al uso de la peluca, preferentemente forrada de franela”. Además, se nos asegura en el susodicho manual, las pelucas de señoras -así como los casquetes y pericos para varones- han alcanzado un grado total de perfección gracias a la implantación que imita la disposición del pelo natural. Villaret alienta a las señoras con poco o muy fino cabello a aumentar su volumen “por medio de rizos invisibles, así llamados porque se confunden con los propios” (extensiones, en el vocabulario actual). Ahora bien, este tipo de agregados -hechos con pelo verdadero en ese entonces- exigen ciertos cuidados: si se secan, “lubricar con una substancia mantecosa que renueve el brillo, por ejemplo, la nata de estoraque que se empleará en poca cantidad”. Los rizos y otros elementos afines se guardan en una caja, colocándoles previamente papillotes para tenerlos siempre listos. Desde luego, si de pelucas completas hablamos, “las personas que sudan mucho por la cabeza deben tener por lo menos dos para turnarlas. Y en lo posible lavar de vez en cuando el propio pelo, por escaso que sea”.
Sacrificar, soltar, cortar, reciclar
¿Quién de nosotras, fans de Mujercitas, no se acuerda con emoción de la penosa secuencia en que nuestra favorita Jo se cortaba su hermoso pelo para venderlo y así aportar a la estrecha economía familiar? El sacrificio del pelo femenino era un gesto de gran desprendimiento, en Louisa May Alcott o en O.Henry (ver su famoso cuento El regalo de Reyes, donde una joven esposa inmola su preciada cascada áurea para comprar una cadena para el reloj de su marido Jim, quien a su vez ha vendido el reloj para obsequiarle las peinetas que ella tanto deseaba), y en la vida real en las novicias que renunciaban a sus cabellos al recibir los hábitos (ya en el XVI, Santa Teresa había ordenado a sus carmelitas cortarse el pelo para ahorrar tiempo, tener los espejos bien lejos y mantener descuido de sí), ritual que mantienen algunas órdenes.
Tenido por atributo femenino que encantaba a los varones (aun cuando ellos usaran luengas pelucas, empolvadas o no), el cabello largo de las mujeres que se ha mantenido durante centurias siguiendo modelos imperativos, fue finalmente por recortado en melenitas flapper en aquellos locos años ’20 del siglo XX. Etapa en que nuestras antepasadas zafaron del corsé, las faldas se acortaron y algunas estrellas atrevidas del cine mudo -inspiradas por Coco Chanel y su preferencia hacia ciertas prendas masculinas- empezaron a calzar cómodos y elegantes pantalones de corte recto. Cayeron en el piso de las peluquerías kilómetros de pelo que ya no había que lavar trabajosamente, desenredar pacientemente, trenzar o levantar en rodetes Belle Époque. Louise Brooks, Clara Bow, Claudette Colbert adhirieron a la liberación de ese peso (que no era nada leve). El cine tuvo mucho que ver con las modas de cortes y peinados: llegaron las cabelleras ondulantes de Rita Hayworth, Hedy Lamarr, nuestras Zully Moreno y Laura Hidalgo; más adelante el cabello se acortó mucho en muchas bajo la influencia de la más que bella Jean Seberg; creció de nuevo con las hippies, con la pelambre esponjosa de Farrah Fawcett, exitosa ángel de Charlie, junto a otra pelilarga -Jaclyn Smith- mientras que Kate Jackson que llevaba sus mechas recortadas apenas a la altura de la mandíbula…
En el XXI, particularmente en nuestras latitudes, marcas de champú, de acondicionadores, de tinturas, de baños de crema, etcétera, promocionaron intensamente el pelo larguísimo y lacio en las mujeres (habitualmente jóvenes en los avisos). Con notorio éxito, hay que reconocerlo, aunque ese cabello resultara caluroso en verano y reclamara mayor inversión en peluquería, productos, tiempo. Pelo largo para casi todas, incluidas las niñitas de pocos años y sus abuelas. Más recientemente, aflojó un cachito el pelilarguismo en favor de cortes bob, brevedad pixie, peinados asimétricos… Pero en la pantalla televisiva, actrices, conductoras, políticas, panelistas, encargadas del pronóstico del tiempo no se despegan de sus interminables cabelleras brillosas, ahora con las puntas en suaves bucles recién marcados. Lo femenino y lo masculino parecen todavía, si miramos la tevé, claramente distribuidos en materia de estética pilosa en un siglo donde, en países de Occidente, se avanza hacia formas de androginia y los supuestos atributos de un sexo pueden ser reivindicados por el otro. Pero la mayoría mujeres de la tele perseveran bien delgadas, pelilargas, como queriendo parecer eternas adolescentes. Alguna vez lo dijo Susan Sontag: tratar de ser bella y parecer joven es una tarea interminable impuesta a las mujeres.
Fabricando barreras contra la dañina marea negra de petróleo crudo
Si -como Emma Watson, Jamie Lee Curtis, Claudia Lapacó, Scarlett Johansson…- algunas de estas chicas se animaran a cortarse la melena, podrían ver la posibilidad de sumarse a un movimiento que se está consolidando en el Reino Unido e Irlanda, donde peluqueros y peluqueras han organizado un programa en favor del medio ambiente, recolectando los pelos que se acumulan en sus locales. El Green Salon Collective (GSC) aplica esos cabellos a la realización de barreras -colocándolos en largos tubos de algodón- contra la marea negra, producto de naufragios y otros accidentes, que así no se expande hacia el mar. Centenas de salones ya están aportando a este programa de reciclaje de desechos peluqueriles, y muchas barreras capilares ya están funcionando. Los cabellos humanos absorben derivados del petróleo y, por otra parte, contienen proteínas y nitrógeno: entonces, lo que no se usa para barreras va a agricultores con el fin de fabricar compost y proveer de proteínas a las plantas. Asimismo -nada se pierde, todo se puede transformar para bien del planeta-, ya se están rescatando los restos de tinturas y decolorantes, usados por ellas y ellos, del agua de enjuague para la National Grid, a fin de ser quemados y producir energía eléctrica para la red distribuidora en vez de contaminar suelos y aguas subterráneas. Pelitos para la Tierra, pues.
Fuente: Damiselas en apuros / Original aquí.