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Como la luz y la oscuridad, el destino de Francia y de México parecen estar unidos para siempre. En este libro, No soy de aquí ni soy de allá, Philippe Ollé-Laprune cuenta esta historia y, al contarla, se vuelve uno de sus eslabones y comienza a formar parte de ella.

Ciudad de México, 2 de agosto (MaremotoM).- La historia de la fascinación intelectual entre Francia y el mundo hispánico, particularmente México, es casi tan larga como el origen de ambos territorios. Esa fascinación, cuando ha surgido de la parte más oscura de nuestra mente, ha generado guerras, invasiones, opresión, asesinatos. Pero también ha generado gran parte de la luz que guía a ambas culturas: las palabras que forjaron nuestro imaginario literario, filosófico y político; el sonido de piezas musicales, antes inauditas; las imágenes, fijas y en movimiento, que nos revelaron nuevos mundos. Y, también, dos modelos de vida, diametralmente distintos y, por ello, complementarios: uno regido por la pasión y el otro por la razón. Como la luz y la oscuridad, el destino de Francia y de México parecen estar unidos para siempre. En este libro, No soy de aquí ni soy de allá, Philippe Ollé-Laprune cuenta esta historia y, al contarla, se vuelve uno de sus eslabones y comienza a formar parte de ella.

Este volumen reúne el trabajo de veinte años de escritura: artículos, prefacios, introducciones a antologías, panoramas, conferencias, dibujan no el caos de una vida, no la dispersión, sino el retrato y las obsesiones de un lector, de uno de los lectores más agudos de las letras francesas. Junto a él, podremos recorrer el París de los surrealistas, pero también el París menos conocido de César Moro o de Severo Sarduy; la Centroamérica de Rubén Darío; la Martinica y la batalla por la descolonización y la dignificación de los pueblos negros de Aimé Césaire; los territorios imaginarios de algunos de los narradores más cautivadores de nuestra lengua: Sergio Pitol, Daniel Sada, Juan Villoro, Mario Bellatin. La diversidad de lecturas y de sorpresas que nos depara este libro es idéntica a la que nos podría proporcionar un viaje, durante un siglo y medio, a lo largo de todo el continente americano y europeo. Porque este volumen es el retrato no sólo de un lector, sino la bitácora de un viajero que considera la literatura como un alimento del espíritu para estar más vivos y ser mejores, como un acto de rechazo y de rebelión, como una sublevación contra las injusticias de la condición humana. Es el diario de un emigrante, de un exiliado, de un explorador, que busca un territorio donde por fin hallar la paz, el reposo, la serenidad, la dicha que constantemente nos niega el mundo. Y ese territorio está aquí, encerrado en este libro, y se llama literatura. Quien lo abra y busque lo mismo, no se arrepentirá y, durante el recorrido de estas páginas, hallará una forma de la dicha.

Portada del nuevo libro, editó Sexto Piso. Foto: Cortesía

Adelanto de No soy de aquí ni de allá, de Philippe Ollé-Laprune, con autorización de Sexto Piso

Todo ensayo sobre la literatura vincula ideas y afianza lo que se piensa acerca de esta disciplina, de su papel, sus atractivos, su lugar y su función. Hay allí como un deseo de aprehender el misterio que nos atrae hacia la lectura y de comprender el enigma que nos estimula, despierta nuestra atracción, hasta una adicción. Leer es una peculiar manera de asir el mundo y, al mismo tiempo, de escapar de él. Uno se evade en las páginas para percibir mejor la vida y sus misterios. Uno se extrae de su entorno para abismarse en la existencia. Uno toma distancia para aprehender mejor.

«Nuestras palabras son el espacio que falta a este mundo/ nuestras palabras son el linde del mundo/ el linde/ que faltaba», asegura el poeta Jean-Louis Giovannoni. El escritor añade elementos al Mundo, del que no acepta las reglas ni la estrechez. Rechaza los límites. Al añadir palabras, ideas, personajes y tramas a los que propone la realidad, hace retroceder las fronteras y ensancha el campo de lo posible. Inventa nuevos límites, como si lanzara un desafío a lo existente. Y con ello, su acto creador se vuelve una manera de acotar nuestro universo, de regalarle un pedazo de vida suplementaria. También puede darse un fenómeno de compensación frente a la crueldad de lo real, a su estrechez y su aridez. El lector actúa en contrapunto al mundo: opone la fuerza de las palabras y de los sueños a los imperativos de la existencia. Crearse un universo propio gracias a la escritura o a la lectura hace creer que uno se eleva por encima de lo trivial de la realidad y se refugia en un espacio que equilibra las cosas y apacigua.

La función del ejercicio de la literatura, tanto bajo la forma de la escritura como bajo la de la lectura, consiste en alimentar el espíritu y volvernos así «más y mejor vivo», como escribía Michel Leiris, un autor de primer orden en las páginas que siguen. El escritor no se satisface con la existencia ni con sus imperativos: la escritura es ante todo rechazo y rebelión, una manera de sublevarse contra la gran injusticia de la condición humana. Esto sucede de distintas maneras: cada cual encuentra sus formas y su voz, su universo propio y su estilo, una manera de enfatizar su discreción o sus descaros. Y siempre, como lo recuerda César Moro: «el arte comienza donde termina la tranquilidad». Esto es lo que me ha acompañado y lo que creo en este ámbito.

En el movimiento que lleva a un autor a construir una obra, se esconden varios enigmas; de allí nacen la atracción y la complicidad del ojo externo o, al contrario, el rechazo o la indiferencia. El lector participa activamente en la construcción que es la literatura. La lectura no es un acto pasivo, sino creativo. El autor se aventura, profundiza, se equivoca y vuelve a empezar. A menudo su labor lo rebasa y debe dejar que el texto se construya solo, incluso que se le escape. Paradójicamente, gracias a una dinámica que alterna la fidelidad a su trabajo, el dominio sobre las palabras y la necesaria renovación, es como elabora su voz y su propio universo. Atrae por sus obsesiones y sus visiones, y sin embargo, los momentos de ruptura son los que le permiten afianzar su arte y consolidar sus invenciones. Al avanzar hacia la novedad, contraviene sus propias construcciones del pasado. El lector resulta sorprendido, se siente como preso en la trampa de la evolución en desarrollo y sin embargo necesaria. El vigor del texto se debe antes que nada a la capacidad de creación y al aliento que la regeneración opera y nutre. La literatura se arraiga en el entorno y si a veces aspira a alcanzar cierta universalidad, sigue sellada por las características propias del lugar y de la época durante la cual fue concebida. El lector percibe estas sutilezas y procura descifrarlas. Las diferencias que emergen, dan una textura o un sabor peculiares al texto; hay una manera singular de «estar en literatura» según el tiempo, el lugar y la lengua que cifran la escritura. Los juegos de influencias y modelos tienen repercusiones, al igual que la trayectoria del escritor, sus límites y sus obsesiones. Por ejemplo, los países hispanoamericanos tienen pasados similares, marcados por la conquista española y el proceso de Independencia. Las historias fácilmente comparables prometen resultados similares pero, cada una a su manera, las culturas de los países latinoamericanos se tiñen de elementos dispares, tales como la geografía, las olas de migraciones de distinto origen, las evoluciones disparejas de las políticas locales o los modos de adaptación debidos a los imperativos de la vida. Poco a poco se elaboran distintas clases de sociedades y de valores, y no se puede confundir las milongas de Uruguay con los boleros cubanos o las rancheras mexicanas, para poner aquí el caso de la música popular. Así, es imposible sorprenderse con las características propias de las Letras de cada región. El recato mexicano poco tiene que ver con la expresión de las fuerzas telúricas chilenas; el vigor encarnado en los textos del Perú es ajeno a los textos barrocos cubanos. Sin embargo, semejantes características no son imposiciones ni responden a una programación, pero su trato lleva a reconocer que estas observaciones no son forzadas. A pesar del ideal de un texto pensado para todos, se impone la resonancia de un sentido trabajado por las condiciones que determinaron su elaboración. No obstante, algunas grandes obras seducen a la mayoría, traspasan los límites para dirigirse a todos los lectores, más allá de los cotos temporales, lingüísticos o geográficos. La genialidad de la escritura descansa en la siguiente improbabilidad: la potencia de un libro se mide por su capacidad para hacer olvidar que está preso en códigos que deberían acotar su alcance. Dostoievski, Kafka, Beckett, Genet, Gombrowicz o Virginia Woolf logran cargar un peso que tiene que ver con lo universal.

En el juego de cruzamientos entre lo singular y lo general, soy sumamente sensible a las diferencias entre culturas puesto que me formé en mi país natal, Francia, y que luego las literaturas hispanoamericanas me marcaron profundamente.

Vivo en México desde hace más de veinticinco años y sigo de cerca la literatura que se produce, al tiempo que estoy atento a las obras de autores hispanohablantes en general. Por razones profesionales, me di a la tarea de servir de puente entre los dos mundos: presentar obras francesas al lector de lengua castellana y, a la inversa, proponer mi visión de la literatura que me rodea a los francófonos. Los textos que componen el presente libro son el resultado de esta labor. Por fortuna, el conjunto no se limita a eso y otros temas aparecen, así como autores de otras latitudes. Por lo demás, semejante actitud es fiel al espíritu de la literatura: se advierte en ella un ansia de compensación en la necesidad de mirar al otro lado del océano y encontrar una satisfacción en las palabras de la literatura de enfrente, aquella de un mundo que me hace falta donde me encuentre.

En la inevitable mirada retrospectiva sobre estos textos, se me antoja que el conjunto tiene una doble función: trazar una trayectoria y acotar un territorio. Parece que un sentido asoma en el conjunto. Como en cualquier libro. Me gusta pensar que las obras y los autores seleccionados, los temas y los puntos de vista privilegiados, constituyen por separado el elemento de una disposición que sostiene a los demás. Mi itinerario se cumplió con cierto rigor, incluso con una sorprendente lógica y bastante fidelidad. Sigo leyendo y respetando a los escritores evocados más adelante y su convivencia desencadena fecundos diálogos: las obras se relacionan, conversan entre sí y a menudo parten de una misma concepción de la literatura. En este sentido, la idea de territorio es pertinente: cada libro elegido es el fragmento de un conjunto que me gusta definir como el territorio literario de cada cual. Algunos están incluidos, otros excluidos. La representación puede parecer esquemática, pero el tiempo me mostró que semejante dinámica iluminaba una gradación en la lectura. Cada lector puede elaborar su propio panteón, edificar su propio territorio a partir de las lecturas y los autores que lo han influido. Esto es lo que pretendo en este libro compuesto por textos que publiqué durante los últimos veinte años. Le encuentro algo de coherencia, lo cual calma la angustia que cada cual experimenta frente a la impresión de caos al contemplar su pasado. Su publicación conlleva un efecto de sosiego. Los presentes textos, solicitados por un editor o propuestos por mí, se reúnen, se entremezclan sin esfuerzo y forman un conjunto más bien lógico. Por tanto, su recopilación en un mismo volumen no choca para nada. Antes que complacer mi ego, me da la ilusión de que mi itinerario no es tan incoherente como lo temía. Quizá, también revela una capacidad para conservar las mismas inquietudes, los mismos gustos y, en consecuencia, las mismas limitaciones. Tal vez sirva para subrayar mi fidelidad a obras y autores que me depararon intensos momentos. Confío en que el lector encontrará un pretexto que le ayudará a apreciar mejor la literatura, a comprender por qué la literatura no puede confundirse con una simple distracción y constituye un territorio que interroga la existencia, la belleza, las turbaciones, los espectros y las pasiones de cada cual. Debe ser un rechazo de la estulticia y de los lugares comunes. Es una rebelión contra lo inadmisible y una puerta abierta a todas las ensoñaciones y todas las quimeras. Anclada en la vida, se subleva contra lo inadmisible y pone el acento en universos, ficticios o reales, que nos habitan. Así es como la concibo y la he frecuentado. La literatura existe por- que no podemos satisfacernos con lo existente: es el sobresalto de la conciencia y una de las actividades que nos alimenta o nos devuelve nuestra dignidad.

Tuve que releer, espigar y elegir. Escoger lo que me parecía pertinente o significativo. Ser deliberadamente juez y parte. Si las nociones de «trayectoria» y de «territorio» me son caras, la de «distancia» me importa igualmente. Creo en esta noción en el ámbito literario. Primero, el escritor impone esta distancia tanto con respecto a su entorno como hacia su obra: aprende a mantenerse retirado del mundo para apreciarlo mejor, denunciarlo y desafiarlo. Luego, con sus escritos, procura establecer una distancia para juzgarlos mejor, observarlos, criticarlos, modificarlos y al fin para no dejarse dominar por ellos. De la misma manera, el lector se deja cautivar por el libro para luego alejarse con el fin de estimarlo acertadamente. La crítica no hace sino engrandecer el texto, darle su pleno valor: tomar distancia se aprende con los años, pero también ¡cuánto placer en las lecturas de adolescencia cuan- do el entorno dejaba de existir el tiempo de la lectura!… Por mi lado, aprecio la distancia geográfica para captar con ma- yor agudeza los textos de creación; nunca me compenetré mejor con la literatura francesa hasta que la empecé a conocer desde lejos, sobre todo en el transcurso de los años mexicanos. Antes que una nostalgia fuera de lugar, la distancia despertó en mí un interés recrudecido, una curiosidad tal por comprender los misterios vislumbrados, cuya dinámica se hizo parte de mi forma de ser, y por los dispositivos que veía sin interrogarlos, puesto que su existencia caía por su propio peso. Alimentaba la certeza de que mi nuevo entorno no iba a interferir en mi juicio y que tendría así una visión más justa que si estuviera en Francia. Me doy muy bien cuenta de la debilidad del argumen- to y acepto que esas lecturas quizá también llenaban un vacío, como si la intimidad con textos ligados al pasado me trajeran de regreso al ser que creía haber sido. El trato con estos libros me volvía más lúcido sobre lo que me importaba y me hablaba: la resonancia que generaba su lectura me recordaba el universo que me había planteado las primeras respuestas y los grandes cuestionamientos.

No tuve una formación académica en el ámbito literario pero tuve la suerte de trabajar desde temprano en el mundo editorial. Esta fue mi verdadera escuela: uno no lee de la mis- ma manera como editor, la cala de un texto no obedece a las mismas reglas. No solo en cuanto a los eventuales libros por publicar, sino también a todos los textos: a veces uno tiene ganas de poseer una obra, de ser en parte responsable de ella, aunque no la haya escrito. Ganas de inventarse una manera de ligarse a la obra. Las herramientas de las que disponen el universitario y el crítico son de otro orden, y es bueno adueñarse de algunas de ellas para facilitar el acercamiento. Los maîtres à penser saben hallar fórmulas que llaman la atención y encuentran un sentido en el espíritu del lector. El motor del editor se solapa en las ganas que siente de encargarse de un texto. Quiere adueñarse de él, sentirse implicado en su existencia. El meollo de su actividad es el deseo: procede por ganas, por apetito, a menudo en desdoro de todo razonamiento conscien- te. Hay un aspecto intuitivo, casi animal en este comporta- miento. Y, a la inversa, la pasión a menudo lleva al editor a despreciar otros textos. No escapo de la regla y sé que mi comportamiento puede parecer excesivo cuando hablo de libros, cuando me dejo llevar por el entusiasmo o por el desdén. Una vez más, aquí se impone la idea de compensación: si el editor procede por deseo de apropiación, la dinámica también se funda en la idea de contrapeso que ofrece la literatura. Por ejemplo, una saturación de México quizá me trajo de regreso hacia la cultura francesa, de la misma manera que el rechazo de la sociedad francesa me llevó a mirar lejos, hacia regiones como América Latina, donde los sueños parecían encontrar más fácilmente un lugar donde cumplirse.

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Así me fui desarrollando entre varias tradiciones y varias sociedades literarias; escribí artículos y prefacios, armé antologías y panoramas, coordiné números de revista o simplemente impartí conferencias. El conjunto que aquí se ofrece es una muestra de este trabajo. Van mis agradecimientos a todos los que tuvieron la generosidad, la debilidad o la amabilidad de invitarme a escribir o a expresarme. A lo largo de los años fueron muchos y no puedo levantar una lista completa que sería, sin duda, injusta. Quisiera recalcar el apoyo de Rodolfo Suárez y de su equipo de la uam Cuajimalpa, sin los cuales el presente libro no existiría.

El ejercicio de escribir me conquistó paulatinamente. Primero, en calidad de editor, me volví autor de antologías que son otra manera de editar. Quise explicar mis elecciones y mis lógicas, la visión que tenía de tal o cual época de la literatura o de las obras de un determinado autor y así comencé a escribir ensayos. La práctica influyó en mi manera de leer y otorgué un interés creciente al trabajo sobre la lengua, a la capacidad de un autor para agotar las palabras. Me gusta observar cómo un escritor profundiza en su obra, sigue su propia lógica, se construye un lenguaje singular, un territorio propio. Actúa de la misma manera que el escultor que poco a poco saca una forma de la piedra, modificando los ángulos y los volúmenes hasta cautivar el fulgor que andaba buscando. Y luego, volver a empezar, de una pieza a otra, sin cesar y sabiendo que la satisfacción nunca ganará ni secará la inspiración. La escritura alimenta la misma tentación: establecer inexplicables resonancias entre el espíritu de un autor y el de un lector, una suerte de diálogo que sin ruido se establece, más allá de las regiones y de las épocas. Siento que Dostoievski escribió El jugador para mí, que logró encontrar en mi espíritu zonas necesitadas de una luz exterior. Me ayuda a aproximarme a lo inexplicable, a tocar una parte secreta de mí que los misterios de la vida han sepultado en mis adentros. Levanta un velo e impone secretos. Me permite oír ecos que me unen a hermanos anónimos y a quienes nunca conoceré. Me invita a estar un poco menos solo. El trato de los libros nos autoriza a pasar por encima de los obstáculos geográficos, culturales, lingüísticos o temporales: Vivir en la literatura es aprender a no estar en ninguna parte.

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  1. SOMBRA DE LA PALABRA

Para describir los primeros intentos de escritura provenientes de América Latina, el gran escritor cubano José Lezama Lima ofrece una visión simple y precisa: si quiere dar cuenta de su descubrimiento, Cristóbal Colón debe recurrir a la alegoría. Siente que no tiene a su disposición los instrumentos necesarios para articular un relato realista, una historia capaz de proporcionar la información cercana a lo que ve y siente. No tiene más salida que utilizar recursos por lo general reserva- dos a la poesía: la imagen y la fábula que esta transmite. Los primeros rastros escritos que vinculan el mundo occidental a un universo desconocido se dirigen sin vergüenza a este tipo de discurso. A partir de este «nacimiento», el subcontinente latinoamericano ve en este ejercicio la posibilidad de expresar su realidad y sus sueños confundidos, la fusión de las quimeras que lleva con las certezas que sostiene. Europa solo podrá en- tender un discurso que de ahí emane con una condición: que permita la aparición de fantasías e invenciones que reduzcan una Realidad compleja y con frecuencia inaprehensible a una imagen cómoda y que alimente ensoñaciones difusas.

Después de esta intuición provocadora de muchos malentendidos futuros, durante mucho tiempo la historia del discurso poético se parecerá a la crónica de una colonia. En este campo, como en otros, lo esencial viene de la metrópolis, por lo menos por un tiempo. Los poetas manejan las técnicas que vienen del «Centro», y con ellas ejercen su talento de versificadores cuando tienen las letras como profesión. La aparición de una genia como sor Juana Inés de la Cruz es excepcional. El discurso es observado, la novela prohibida y el ensayo mal visto. La poesía, en apariencia lúdica, anodina e ilustrativa, garantiza un entretenimiento para veladas demasiado largas, al igual que el teatro, aparentemente tan entretenido como inofensivo.

Estas tierras parecen pues estar a la deriva. Atrapadas entre un sentimiento de inferioridad destinado a las colonias y el deseo de luchar contra la melancolía que alimenta la lejanía, son, sin embargo, el marco de la avidez naciente de una necesidad de reconocimiento y de la elaboración de una voz propia. El aliento político y humanista llegado de Europa trae sus fru- tos a un mundo ya en ruptura con un poder que rechaza. El lenguaje literario aún vacilante tarda en conseguir la maestría que reclaman sus élites. Y, como por una de esas paradojas que las disciplinas artísticas suelen incitar, desde lo más profundo de esos territorios aparece un escritor que trastorna el género poético: Rubén Darío, de Nicaragua, rompe con las ideas recibidas, cambia las formas existentes y propone una nueva «manera de ser» a la palabra poética. Comprende las lecciones del modernismo y las adapta a la lengua española. Dada la amplitud de su visión y su capacidad de asimilación, transforma tanto el instrumento —el lenguaje y sus técnicas— como sus fines: el papel del poeta y el alcance de su obra.

El objetivo de este libro es enumerar las obras más notables de este género literario, desde Darío a nuestros días e invitar a su lectura. Lejos de ser un simple ejercicio de preferencias personales, es un intento de dar cuenta del despliegue de este lenguaje en un lugar preciso, en un momento determinado: en Hispanoamérica después de la tercera llamada que dio Rubén Darío.

Esta antología aspira a dar un panorama tan rico como equilibrado, al presentar textos de sensibilidades y estéticas distintas, escritos en el mayor número posible de países. Los setenta poetas que figuran aquí provienen de países de lengua española. Esto excluye al inmenso Brasil que amerita por sí solo una obra como esta y, sobre todo, cuya historia literaria está escindida de sus vecinos cercanos. Asimismo, se ha elegido no incluir aquí a los poetas de lenguas indígenas: estas literaturas han estado separadas hasta ahora de las corrientes que animan la creación en español; habría sido injusto forzar las cosas y unirlas a movimientos que no les conciernen. Por el contrario, sí figuran dos autores que escribieron la mayor parte de sus obras en francés: César Moro de Perú y Alfredo Gangotena de Ecuador. Esto no se decidió por la lengua del futuro lector. Si esta antología se hubiese pensado para un lector de lengua española o francesa, habría sido igual: la calidad de sus textos fue el único criterio.

Resalta de la lectura del conjunto un sentimiento ambivalente: una especie de equilibrio existe entre los caracteres locales y una sorda impresión de conjunto. En efecto, podría parecer sorprendente, incluso arrogante, reunir en un mismo tomo obras que provienen de un territorio que se extiende desde Texas hasta Tierra del Fuego. Al contrario de esta idea, persiste una impresión de conjunto y el hecho de que se desarrolla una evolución común de la palabra poética, independientemente de los tonos particulares y las innegables variaciones en las tonalidades que marcan las literaturas nacionales. Contra la diversidad que promete la geografía, existe una coherencia que propone la Historia. Es cierto que el aliento de la poesía chilena se reconoce, así como el desequilibrio en el furor peruano y la sorprendente calma mexicana. No obstante, existen correspondencias, semejanzas, caminos comunes que recorren autores que van en la misma dirección, con un ritmo particular.

La delimitación cronológica elegida ha parecido la más fiel a la descripción del avance de este impulso. El punto de partida, sin lugar a dudas, es la obra de quien revoluciona el género y el lenguaje: Rubén Darío. Tiene poco más de veinte años cuando nos presenta Azul: muestra la fuerza para mirar de frente los descubrimientos llegados de Europa, animados por un espíritu más rebelde y más profundo que el de sus pares hispanófonos. Sin embargo, este poeta no tiene una arrogancia impositiva ni alimenta ninguna forma de complejo. Muy pronto, como si hubiesen estado esperando una aventura de este tipo, sus contemporáneos le dan la bienvenida y aceptan los retos que propone. Esta inclinación hacia la modernidad también es portadora de tragedias, trastornos y suicidios: es el tiempo de los descubrimientos demasiado gravosos, como si estos escritores provocaran al lenguaje para hundir más su ser en la desdicha. Con la intensidad que dan los sentimientos aún nuevos, actúan sin tomar distancia, sin tratar de protegerse. Se queman el espíritu al entrar en contacto con una llamarada demasiado ardiente. José Asunción Silva y el extraño Lugones están aquí para recordarnos la sombra trágica que atraviesa los destinos de esas épocas. Pero esto se traduce en los textos como la aparición de temas ambiguos y atormentados, y la búsqueda de un lenguaje que no sea ni ampuloso ni transparente. Más que una generación, se trata de una colección de personajes originales, individualistas y con frecuencia trágicos. Y, a partir de ahí, la poesía ya no puede atribuirse los papeles que hasta entonces le correspondían: ya no existe la exigencia tradicional de belleza clásica, del respeto a la musicalidad o de preocupación de transparencia en la comunicación de ideas o de imágenes.

El segundo periodo presentado aquí abre con grandes nombres como Asturias, Mistral o Borges, que representan la generación de los autores reconocidos fuera de las fronteras de la lengua. Esta época es propicia para la instalación de un doble movimiento: por un lado, la influencia de los poetas occidentales de vanguardia sigue siendo capital, pero también se manifiesta el deseo de dar cuenta de una realidad local tan apasionante como indignante. El canto de Neruda exalta la grandeza de los paisajes que lo rodean, sabe reconocer su hermosura y celebrar su lado sublime, así como su movilización política y social se levanta contra la fatalidad de lo Real. En estos autores hay un ojo atento que observa las invenciones relumbrantes de los surrealistas franceses, la originalidad decidida de Gómez de la Serna y la voluntad feroz de los «ultraístas» españoles para crear nuevas formas. Así, pues, muchos irán a Europa e incluso se quedarán a vivir ahí los años de efervescencia de la época de entre guerras. La lista es larga, de Asturias a Cardoza y Aragón, pasando por Vallejo, Neruda y Girondo. Todos vivirán allí momentos de exaltación y tratarán de transformar esas aportaciones para dejar traslucir mejor su propia originalidad. Y los que no van saben de ello casi tanto como los viajeros; toman prestado de la misma manera el espíritu que viene del otro lado del oceano. Cabe mencionar aquí las extraordinarias cualidades de oído y de invención de los mexicanos Villaurrutia y Gorostiza, con una suavidad mórbida y la lengua tan bien dominada. También es la época del homenaje a un saber y un lenguaje populares, como lo hacen Guillén y Mistral, el reconocimiento de una tradición que se transmite oralmente.

El siguiente periodo reúne a los autores nacidos después de 1910. Una tradición brillante y consensual existe ya cuando empiezan a escribir. El modernismo ha sido aceptado y digerido: son más conscientes de la pluralidad del mundo y, si bien no suspenden el diálogo con Europa, se inspiran de otros sitios, añaden otras tradiciones a sus fuentes de inspiración. Ante todo, aun cuando ya habían sido incluidos por algunos, está la aportación de poetas de los Estados Unidos. Whitman y su credo estadunidense tendrán muchos seguidores. Además, las construcciones de Eliot, Pound o William Carlos Williams dejan muchos rastros. Pero, más allá del universo occidental, la inspiración también llega del continente asiático. Se pueden ver las consecuencias de esto en las obras de Paz, Juarroz, Gaitán Durán o Dávila Andrade, entre otros. Se manifiesta una relación con el tiempo y la trascendencia radicalmente diferente. Puede observarse en esa época un sentimiento de agudo sentido crítico, que puede mezclar humor y desesperación, distancia del observador atento y curioso y fascinación por los desequilibrios mentales. Respecto de este último punto, se verán manifestaciones evidentes en las obras y las vidas de Moro, Cerruto y Martín Adán. También es la época en que se imponen las estancias en el extranjero: ya sea por trabajo diplomático (Paz, Gerbasi, Rojas, Sánchez Peláez o Martínez Rivas) o bien por la obligación de salir al exilio. Ninguna de estas fórmulas es nueva (pensemos en Neruda, Mistral o Asturias), pero el fenómeno solo aumenta. Para diferenciar a este conjunto de poetas de la generación anterior, digamos que estos autores reciben una aportación exterior que utilizan de manera más madura, escuchan al Otro para crear una voz propia. A partir de entonces, la poesía hispano- americana forma parte del concierto mundial de este género literario.

La cuarta y última parte agrupa a los autores «contemporáneos», los que siguen publicando y cuyas obras han alimentado el género a partir de la década de 1950. La creación poética está, más que nunca, disgregada, fragmentada, descentrada: es muy complejo, aquí como en otras partes, definir en ella un sentido. A pesar de la inmediatez del sujeto que dificulta su aprehensión, podemos intentar subrayar algunos rasgos notables.

La violencia de la historia golpeó estas épocas y una gran mayoría de estos escritores tuvo que conocer el exilio (Segovia, Deniz, Gelman, Cadenas, Dalton, Kozer…) o una forma de exilio interior (Martínez, Sosa, Zurita, Lihn…). En los textos, esto se traduce desde luego en el surgimiento de temas políticos, pero también en una distancia voluntaria que se revela en el humor y en la ironía. Es imposible aprehender el horror de esta realidad mediante el lenguaje poético. El mundo se acerca a lo indecible y el escritor tiene dificultad para conformarse con buscar la palabra justa. Roque Dalton muere fusilado por sus propios camaradas guerrilleros, seguramente debido a su sentido del humor demasiado ácido; los textos de Roberto So- sa, siempre tan mesurados y equilibrados, estallan bajo la rabia creciente; y el chileno Raúl Zurita por poco se queda ciego después de una acción poética en que se quema voluntariamente los ojos… Entre ira y escarnio, los poetas no pudieron evitar el choque con un universo angustioso e indignante.

Parece que esos tiempos felizmente han pasado, y la creación poética sigue evolucionando, ligada con los escritos del mundo entero y en relación estrecha con la poesía misma. Una gran cantidad de estas obras voluntariamente entran en resonancia con las de poetas de otros tiempos y otros lugares. Se funden aún más en un paisaje mundial, sin negar, no obstante, el deseo de encontrar una voz propia. La poesía dialoga con la poesía: la tradición ha sido asimilada y las relaciones con otras obras es natural, como si la escritura consistiera en entrar en relación, en un espacio elegido llamado «poesía», con autores que uno siente cercanos o, por lo menos, con quienes el vínculo se construye de manera fructuosa. Estos autores citan a sus interlocutores, los alejan, los hacen vibrar a su ritmo. Quessep y Kozer, Hernández y Cobo Borda, Cadenas o Martínez: todos se complacen en abrir sus libros a los textos de otros escritores en un movimiento que también se puede entender como un deseo de repliegue sobre la literatura. El diálogo con el mundo pasa por un diálogo con la poesía. Con frecuencia ha sido así en la relación con la tradición, pero ahora los intercambios tienen lugar a través del tiempo, el espacio y las lenguas. La creación se encabalga con la lectura: para lanzarse en un nuevo texto, uno puede elevarse a partir de otros poemas, uno puede instalarse frente a otra obra y hundirse en las palabras de los otros para encontrar las propias. Esto se lleva a cabo de manera natural, sin miramientos, como si la literatura debiera conformarse consigo misma más que nunca, protegerse de una sociedad que margina su alcance y minimiza su profundidad.

Aquí, al igual que en otras partes, las vanguardias están fatigadas, y se ve también que se afirma un gusto por la musicalidad, un respeto por la oralidad y un humor que no excluye la gravedad. Todo esto existe en una profunda estima por la tradición, una especie de fidelidad que estos poetas han sabido mantener.

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