Recordé su andar como personaje salido de otro pozo por los pasillos del Hotel Four Seasons, su sonrisa número cuatro, sus gestos educados y tan lejos de ese actor sumamente constreñido, como una bomba que fuera a explotar en cualquier momento, dando una interpretación siempre a la línea, medida, extraordinaria.
Ciudad de México, 26 de abril (MaremotoM).- Hace algunos años Anthony Hopkins (Margam, Port Talbot, Gales, 1937) vino a México. Vino a promover alguna de esas películas churros, con mucha inversión en la publicidad. Iba y venía entre las diferentes entrevistas a las que estaba obligado, como parte de su trabajo en sí.
Ya era muy viejo, pero sorprendía su cuerpo labrado en el gimnasio, su estatura corta, su pinta de galés que no podría decir cuál es, pero que es distinta a la cepa británica, ni hablar.
Era simpático a su manera. Y parecía estar chequeando como un actor de servicio, nunca como la persona que a lo mejor intentábamos ver en esas conferencias.
Recordé su andar como personaje salido de otro pozo por los pasillos del Hotel Four Seasons, su sonrisa número cuatro, sus gestos educados y tan lejos de ese actor sumamente constreñido, como una bomba que fuera a explotar en cualquier momento, dando una interpretación siempre a la línea, medida, extraordinaria.
Tuvo suerte, creo, al ser muy conocido en Hollywood cuando ya era grande, cuando ya había hecho sus actuaciones de juventud y de hombre maduro y explorando matices nuevos en esas producciones estadounidenses que lo vieron brillar.
Lo descubrí en una película maravillosa junto a la inolvidable Anne Bancroft (1931-2005), Nunca te vi, siempre te amé (con el título original 84 Charing Cross Road), una obra romántica dirigida por David Jones y en la que Anthony Hopkins demuestra ese medio tono actoral que hace sospechar las diez mil tempestades, pero el tiempo y los modos establecen esa barrera vital que a todos nos controla. Bueno, ahora no tanto y a veces me pregunto, ¿es el hombre civilizado alguien que respeta todas las barreras en función del otro? ¿O es el hombre civilizado el que lucha por más y más libertad, a pesar del otro?
Lo cierto es que Hopkins es muestra de ese hombre que privilegia la civilización, más que los deseos individuales y lo vimos sobre todo en las películas de James Ivory, sobre todo en ese filme inspirado en un libro de Kashuo Ishiguro, Lo que queda del día. Es probable que nuestra vida, adaptada a las pasiones casi adolescentes que nos acompañan hasta el final de los días, no se adapte a esos silencios densos donde todo lo que no se dice es mucho más importante de lo que se habla.
Claro que si analizamos aquello expresado en nuestras pasiones irredentas, es probable que ninguna de ellas nos represente fielmente y es eso lo que cuestiona Hopkins y su trabajo.
Las mujeres que elige Hopkins para trabajar son tremendas y van con él de igual a igual, como Anne Bancroft, esa mujer hermosa que dijo haberse casado con Mel Brooks porque la hacía reír; Emma Thompson, la que estuvo casi un año con pijama en su casa deprimida porque se había separado de Kenneth Branagh, hasta que resurgió como directora y actriz de primera línea. Ni hablar de Jodie Foster, esa dama pergeñada por las cámaras de cine desde la infancia y que se pone como su némesis, en un duelo eterno.
Anoche ganó el Oscar a los 83 años, como fruto de su labor en El Padre, junto a la exquisita Olivia Colman, evidenciado una calidad actoral que persiste hasta el fin de su vida, este histrión escocés que odia lo británico, que ha dejado de beber alcohol y que a veces se avergüenza de su oficio: “Cuando pienso en cómo mis padres se esclavizaron toda su vida en una panadería para ganar una miseria… yo lo he tenido demasiado fácil. Me avergüenzo de ser actor. Debería estar haciendo otra cosa. Actuar es un arte de tercera. Nos pagan demasiado y nos hacen demasiado caso. Me gusta la atención y el dinero, pero me siento como un estafador”, dijo a The Guardian.
No estuvo en la ceremonia, hecha con gran dignidad en medio de los protocolos por el virus, pero a mucha gente puso contenta.