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Resuena en mí sobre todo el verso “con la perfección de una imagen”, porque a 18 años de la pérdida irreparable de Roberto Bolaño, casi un ayer nomás que nos tiene todavía alelados, su figura es perfecta en la evocación de tantas personas que lo quisieron.

Ciudad de México, 28 de abril (MaremotoM).- Hoy cumplirías 68 años y seguiríamos diciendo el joven Roberto Bolaño. Te recordamos escribiendo y hoy, como todos los días, leeremos algo tuyo en Los detectives salvajes o en los poemas de Los perros románticos.

Cada vez que pienso en Roberto Bolaño, me viene a la memoria un poema que sé, precisamente, de memoria: “Definiciones para esperar mi muerte”, del gran letrista de tango y poeta argentino, Homero Manzi: Sé que mi nombre resonará en oídos queridos/ con la perfección de una imagen./ Y también sé que a veces dejará de ser un nombre/ y será un par de palabras sin sentido.

Resuena en mí sobre todo el verso “con la perfección de una imagen”, porque a 18 años de la pérdida irreparable de Roberto Bolaño, casi un ayer nomás que nos tiene todavía alelados, su figura es perfecta en la evocación de tantas personas que lo quisieron.

Es difícil que el escritor que cambió el rumbo de la literatura de nuestro continente sea alguna vez “un par de palabras sin sentido”, pero aun ese verso de Manzi, descolocado frente a un ser cuya sombra se agiganta con el paso del tiempo, cobra esencia al pensar que el autor de Los detectives salvajes se guardaba para sí la cumbre máxima del sinsentido, el clímax del mayor absurdo; acaso ese absurdo que tan bien practicaba Alfred Jarry, un autor que le gustaba mucho.

Ay, Maristain:

Aún respiro. Y ya soy el segundo de la cola. Besos,

Bolaño

PD: ¿Por qué no hacemos una entrevista, ligera, levísima, frívola incluso –son las que más me gustan– casi póstuma?

Ese fue el origen de la entrevista que resultó ser la última de su vida y que tanto ha corrido por las redes sociales. No fue mérito de la periodista, sino voluntad del entrevistado.

Todas las grandes cosas que pasan en la vida suelen ser fruto de gestos prosaicos y cotidianos, casuales, inesperados. También la muerte. También las entrevistas.

Los cuentos completos del gran escritor latinoamericano. Foto: Cortesía

No sé cómo fue que hubo un tiempo en México en que el correo con el remitente “robertoba” era estímulo para la felicidad, la alegría. Que cuide a mi madre, que salude a mi hermana, que no beba, no fume y publique, de ser posible, un cuento de Rodrigo Fresán en la revista. Que me desea suerte con la obra de teatro Sexo, drogas y rock and roll que estoy produciendo, pero que ni se me ocurra renunciar a Playboy.

Un día me escribía a la madrugada:

Querida Maristain:

Son las tres y cuarto de la madrugada, mi hija de dos años ha tosido mucho, luego ha vomitado encima mío, yo he tenido que medio desnudarme (qué triste mi pobre cuerpo al lado del de mi hija) y vestirme otra vez, luego nos hemos puesto a ver el final de La dolce vita y ahora mi hija duerme y yo te escribo. La semana pasada estuve en Italia y una noche, mientras cenábamos en una calle de la parte vieja, me pareció que estaba dentro de una película de Fellini, que es algo que tarde o temprano sucede en Italia. Unos emigrantes tocaban el acordeón y otro instrumento improbable, puede que un timbal portátil, y la gente en las terrazas hablaba y se miraba con ese enorme amor a la vida, esa obstinación o feroz inocencia con que suelen mirar sólo los italianos (de origen o adopción). Al final se puso a llover, a cántaros, y aquello parecía el diluvio universal. Angelo Morino, que es escritor y que fue amigo de Puig, y que ha traducido algunos de mis libros, contó la historia de un amante suyo, allá por los setenta, que se fue a vivir con él y que se maravillaba de que en Turín había panaderías gay y hasta supermercados gay, lo que hablaba muy bien de la tolerancia turinesa. En realidad, este joven campesino feliz había confundido el apellido Gai o Gay (usual en el Piamonte, también en Cataluña, por otra parte) con los paraísos de San Francisco (California y también, quiero suponer, el santo de Asís). No he vuelto a leer la entrevista. En Chile quieren publicarla, tienes que decirme cuándo sale en Playboy para que los chilenos no jodan la exclusiva. Por acá todo va bien. Sigo el tercero en la cola de espera. Y leo novelas policiales alemanas en donde a la tercera página descubro al asesino y a la décima me doy cuenta de que el detective es un idiota. Recibe el fuerte abrazo de rigor y, sobre todo, cuídate mucho, es decir no bebas, no fumes, dedica tu ocio a Bach y Vivaldi, a Leopardi y Döblin.

Y a sabiendas de su enfermedad, lo regañaba por la hora (soy la mayor de 8 hermanos –como el famoso licor argentino–, me la paso regañando a todo el mundo).

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Querida Maristain:

En efecto, me acuesto tarde y mis horarios son más bien los horarios de un alpinista joven y sano. Un alpinista gótico, claro está. Lector de Machen, Lovecraft, Stoker. En otra vida probablemente fui un deportista de alto riesgo. No sé cómo me las voy a arreglar cuando me cambien el hígado. Se supone que entonces tendré que tomar más de treinta pastillas diarias. ¿Cómo me acordaré? En fin, ya veremos. Tú no dejes de escribirme y contarme de vez en cuando cosas de México. Y hazme caso: menos fumar y menos beber. Y hablando de música, hay una especie de rockero brasileño que me gusta, se llama Lenine, ¿lo conoces?

Recibe todos los besos,

Bolaño

Cuando conocí a Lenine le conté que Bolaño me había hablado de él en un correo. Lenine es un tipo fantástico, también muy culto, que hubiera sido un amigo extraordinario de Roberto. Se hubieran llevado la mar de bien.

Otras veces discutíamos: por Lula, por México, por los vinos argentinos, por los chilenos, que él –erróneamente– consideraba mejores que los argentinos. Y siempre cerraba las discusiones con alguna frase tierna, irresistible:

Querida Maristain:

Apostilla a la carta que te acabo de enviar. Los chilenos no son modestos. yo soy modesto. Humilde. Un pobre ermitaño lleno de llagas. Un río de lágrimas. Un árbol seco en medio del desierto.

Besos,

Roberto

Pequeña Maristain:

Es muy tarde, ya no puedo escribir cartas, sólo cuentos, buenas noches, mañana te escribo, que duermas bien, que tengas hermosos sueños, pero que tampoco sean tan hermosos como para hacerte llorar, buenas noches.

Bolaño

Me enteré de la muerte de Bolaño a través de internet y porque muy temprano llamó un amigo desde España, donde filmaba una película a las órdenes de Pedro Almodóvar. “Moni, ¿ya sabes?”, me dijo mi amigo, quien en un momento libre en el rodaje se fue a Blanes para traerme un poco de arena, agua y una postal que ahora luce enmarcada en la pared de mi estudio.

Trajo dos postales, en realidad. Una de ellas la puse en el primer altar que hice en México. La foto de Bolaño al lado del Che. Vivía entonces con mi hermana Melina en un hermoso departamento en La Candelaria, Coyoacán.

Al regresar a la casa, nos encontramos con que habían estado los bomberos, y que por poco no perdemos gran parte de nuestras pertenencias en el incendio que habían producido las velas puestas en el altar de Bolaño.

Mis amigos decían: “¿Cómo se te ocurre poner a Bolaño y al Che juntos?” Debo decir que esa costumbre tan mexicana de hacer altares todos los noviembres fue un hábito que adquirí y perdí casi en forma simultánea en aquella ocasión. Son menesteres que los naturales de este país fantástico realizan con precisión y alevosía. En una transterrada se convierten en gestos apócrifos e inútiles, además de complicados.

Más allá de las coincidencias y los escándalos domésticos, ese punto minúsculo e imperceptible que fui en la rica y estrambótica vida de Bolaño, se sintió devastado con su muerte.

Desde entonces, comencé a preguntarme: ¿cómo se sentirán los que realmente fueron sus amigos? Los que pudieron disfrutar largas charlas con él. Aquellos que compartieron su juventud, su niñez, su madurez.

Muchas de las voces aquí proyectadas alcanzan sin embargo para certificar lo intuido: Roberto Bolaño era una persona extraordinaria, alguien capaz de tomarse el tiempo de es- cribirle a una ignota periodista perdida en el océano oscuro del Distrito Federal y alguien capaz de nombrar, en su ya famoso Pregón de Blanes, al dueño del videoclub con quien discutía los filmes de Woody Allen y Alex Cox.

De todas esas voces, me quedo con la del difunto y entrañable escritor chileno Rodrigo Quijada: “Bolaño es una de esas personas que conoces en un momento determinado de tu vida y al que puedes recordar siempre con mucha facilidad y mucho cariño. Los que conocieron a Bolaño saben que lo que estoy diciendo es cierto. Es un hombre que se echaba de menos en una tertulia. ‘Aquí debería estar Bolaño’, decíamos cuando alguien se ponía muy insoportable”.

La gran tragedia de Bolaño no es que haya muerto, sino que haya amado tanto, tanto la vida.

La gran tragedia de Bolaño es doble. Le tocó y nos toca a propios y extraños.

En este mundo insoportable, a menudo diremos, muchas veces: “Aquí debería estar Bolaño”. Pero no está.

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